jueves, 24 de febrero de 2011

Presentación en Ibermúsica de Yannick Nézet-Séguin

Como recordarán probablemente los lectores de este blog, ya llevo unos pocos años tras la pista del joven director canadiense Yannick Nézet-Séguin, desde el momento mismo en que le escuché lo primero, Roméo et Juliette de Gounod en Salzburgo (DVD de D.G.). Pues bien, en su presentación para Ibermúsica, en el Auditorio Nacional el 21 de febrero de 2011, ha constatado con fuerza que es un talento musical extraordinario y eso que se dice de tarde en tarde de una batuta: que es un director nato.

Abordó la Sinfonía concertante para violín y viola de Mozart –por fortuna, para mi gusto– desde una perspectiva totalmente ajena a los presupuestos historicistas (un pinito que hizo con ellos derivó en una horrenda Sinfonía “Heroica” en los Proms): una versión dramática, pero no ampulosa, y con un finale bastante spiritoso. Maravillosa la London Philharmonic, que se desenvuelve como pez en el agua en el Clasicismo. El violín solista, Stefan Jackiw, mostró una excepcional sensibilidad (en algún momento creo que más mendelssohniana que mozartiana), mientras que el viola, también muy joven, Richard Yongjae O’Neill, no me pareció a la altura, y no sólo por el aparatoso tropiezo en la coda final, sino por tener un sonido un tanto opaco y monocorde. Por lo demás se compenetraron bien, adoptando en cierto modo un rol femenino por parte del violín y masculino de la viola.

La Canción de la Tierra de Mahler pudo ser formidable de haber contado con dos cantantes de mayor nivel: Sarah Connolly cantó bien, pero la emoción sólo afloró en “La despedida”, tras el interludio orquestal. Y en cuanto a Toby Spence, es demasiado lírico (aunque la voz le ha oscurecido últimamente), resultando por tanto adecuado (salvo algún grave poco audible) para los números 3 y 5, pero en absoluto para el 1, en el que fue sepultado por la orquesta al carecer de volumen suficiente o de squillo.

Pero Nézet dio completamente la talla en obra tan comprometida: por fortuna (de nuevo para mis gustos), la versión fue sobria, áspera, incisiva; en el primer número, incluso durísima, klempereriana. Sólo se permitió cierta dulzura en determinados pasajes de los restantes números en los que no queda nada mal: una especie de combinación entre Klemperer (núm. 1) y Bernstein (el resto). Logró una claridad extraordinaria y unas gradaciones dinámicas de mil matices de una orquesta admirable, con solistas estupendos, en primerísimo lugar el flauta santanderino Jaime Martín.

Sí, Yannick es ya un director de altos vuelos; si no se frustra, va a ser un nombre estratosférico en muy poco tiempo. También empieza a vislumbrarse, pues, un relevo generacional entre las batutas, no sólo entre los instrumentistas y los cantantes.

lunes, 21 de febrero de 2011

Bartenboim interpreta Liszt y Schubert: una creatividad torrencial

LISZT

En sus actuaciones del día 18 de febrero en Valencia y del 20 en Madrid, el pianista Daniel Barenboim ha demostrado que se halla en una etapa de madurez musical áurea caracterizada sobre todo por una creatividad inagotable.

En Valencia tocó junto a la Orquesta Municipal dirigida por su titular Yaron Traub los dos Conciertos de Liszt, obras que al parecer no había tocado anteriormente (sólo el Primero en Florencia con Mehta, hace cuatro años; aunque sí dirigido, al menos el Segundo a Brendel y Zimerman, y el Primero no sé si a Arrau o a Argerich, o a ambos). Estos Conciertos tienen colgada la etiqueta de obras para virtuosos, etiqueta que quizá les ha perjudicado. Requieren, efectivamente, un pianista con un mecanismo a prueba de bombas, pero claro, un pianista que cumpla ese requisito no está necesariamente capacitado para hacerles justicia. Por eso digo que la etiqueta es, como tantas otras, falsa y perjudicial. Ha dado lugar a que incluso grandes virtuosos que son grandes artistas hayan demostrado en estos Conciertos mucho más lo primero que lo segundo; incluyo aquí nada menos que a Sviatoslav Richter (en su grabación con Kondrashin) y a Zimerman (con Ozawa).

Barenboim no suele ser visto como un virtuoso, y no voy a discutirlo; a sus 68 años no posee un mecanismo infalible, ni mucho menos, aunque sí una técnica excepcional. Sin ésta sencillamente no se puede ser un gran intérprete. Desde sus (relativas) limitaciones, no intentó apabullar en estos Conciertos, en los que hubo por supuesto bastantes notas falsas (no faltará quien las haya contado), pero lo que sí tuvo claro, y demostró de forma aplastante, es que contienen mucha más Música de la que se les suele atribuir.

Mi intérprete favorito de estas obras es (en disco) Claudio Arrau (con Colin Davis en Philips), que tampoco fue precisamente el prototipo de virtuoso, auque poseía una técnica fabulosa y un mecanismo de una enorme seguridad. Pero era, claro está, por encima de todo un Músico excepcional. Barenboim, gran admirador de Arrau, no le nada muy lejos en concepto, al menos en lo que se refiere a la densidad y hondura musical que atribuye a estos Conciertos, pero sí subrayó más otros aspectos de esta música: hubo en él mayor elocuencia, más claroscuros y, sobre todo en el Primero, más dramatismo, más interrogantes, incluso algo de satanismo. Desde el punto musical y de riqueza de ideas, nadie que yo haya escuchado le alcanza.

En la grabación que Deutsche Grammophon anuncia con Pierre Boulez, en la que es de suponer que se limpiarán las posibles notas falsas, si Barenboim se alza al nivel estratosférico del día 18 en Valencia, no va a tener rival. A ver...

Tocó de propina dos páginas más de Liszt, ese incomprendido: la lírica, introspectiva, bellísima y poética Consolación No. 3 (mejor aún que en su disco, D.G., de 1981), el originalísimo Vals olvidado No. 1, sorprendente pieza de última época (increíble recreación) y una de Chopin: nada menos que la famosa Polonesa “Heroica”, en la que improvisó de modo incesante, algo nunca escuchado: rubatos donde no suele, puntos de tensión diferentes de los habituales; una creatividad, en suma, torrencial. Es asombroso que haya un intérprete así, que sea capaz de crear de forma incesante, en público, con esa fecundidad. No hay dos en el mundo. Y asumiendo todos los riesgos imaginables, poniendo tan por encima la Música de la ejecución que se expuso en muchos momentos a meter la pata de forma soberana (¡qué valentía al abordar la coda del Primer Concierto!: pudo acabar en un churro, pero fue una pura explosión de fuego, de lava ardiente, que recorrió la sala a lo largo de toda la velada).

Traub dirigió muy bien, y no sólo los Conciertos, sino también Los Preludios de Liszt y el Preludio I de Los maestros cantores de Wagner, versiones en las que la influencia de su maestro Barenboim fue palpable. Mención muy especial al solista de violonchelo en el Segundo Concierto, Iván Balaguer. ¡Magnífico!

SCHUBERT

Barenboim no ha grabado al piano una gran cantidad de música de Schubert: en 1978 hizo tres discos para D.G. y dos años más tarde Viaje de invierno con Fischer-Dieskau (que repitió hace seis años con Thomas Quasthoff, DVD de D.G.), además del famoso Quinteto “La Trucha” de su juventud con Perlman, Zukerman, Du Pré y Mehta, DVD Opus Arte, la Obra para violín y piano con Stern (CBS/Sony 1990), un CD para Erato en 1993 y obras para piano a cuatro manos junto a Radu Lupu (Teldec 1997).

Siempre ha sido un espléndido intérprete del autor de Rosamunda (en el campo orquestal tiene logros memorables, como su interpretación de “La Grande” dentro de su ciclo sinfónico con la Filarmónica de Berlín, Sony, recientemente reprocesada), pero creo que cuando ha tocado fondo de veras ha sido ahora, en el recital del día 20 para Ibermúsica, en el que interpretó dos maravillosas Sonatas que no ha llevado al disco: la D 894 (muy contemplativa) y la D 958 (más dramática).

Schubert es, quizá, el más difícil de interpretar de todos los grandes compositores, algo en lo que coinciden justamente muchos grandes intérpretes.

Es curioso que Barenboim, que hace poco ha escrito quitándole importancia a la labor del intérprete en la música, sea precisamente quien más aporta, en el mundo musical de nuestro tiempo, a la música legada por los grandes compositores. Las dos Sonatas schubertianas del pasado día 20 fueron un auténtico torrente de creación, hasta el punto de que fueron versiones reveladoras: para mí es imposible resumir o intentar explicar lo que fue esa velada; las dos bellísimas partituras (¡hay quienes aún no se han dado cuenta de la extraordinaria altura y originalidad de las grandes Sonatas de Schubert!) descubrieron una lógica interna inédita hasta ahora (hay muchos pianistas, incluso renombrados, que tocan tres o cuatro piezas –impromptus o momentos musicales– seguidas, pero no una sonata con coherencia y unidad). Barenboim descubrió en ellas una lógica interna realmente nueva, en su juego temático, en sus oposiciones entre las melodías, en una infinita variedad de matices en las sucesivas apariciones de los temas... Su larguísima y exhaustiva experiencia con las Sonatas beethovenianas supongo que tiene que ver no poco con este logro, pero esto no quiere decir que las acercase a Beethoven: ¡qué va! Es más, el sonido era pura y bellísimamente schubertiano, como el fraseo, el tan frecuente aire danzable, los claroscuros y qué sé yo; pero la consistencia estructural de cada uno de los movimientos y la unidad superior del conjunto fueron un hallazgo mayúsculo. No sabría qué fragmentos destacar, pero nunca volveré a escuchar, sin tener en la memoria estas versiones, los respectivos movimientos lentos, el trío del Minueto de la D 894 y, sobre todo, diría yo, los dos fragmentos finales. Precisamente los finales de las Sonatas de Schubert suelen tocarse un poco de trámite, como quitándoles importancia: todo lo contrario fue lo que hizo el de Buenos Aires.

El milagro se prolongó en el Momento musical No. 3 y en el Impromptu No. 2 que ofreció de regalo.

No hace falta que diga que este recital ha sido uno de los más excelsos de los que he tenido oportunidad de escuchar en bastantes años (algunos de los del propio Barenboim incluidos).

lunes, 14 de febrero de 2011

El ciclo Beethoven de Thielemann en DVD: rebuscado y sentimental

El ciclo sinfónico beethoveniano más recomendable en DVD sigue siendo el de Bernstein (D.G.), pues su nivel es sostenidamente muy alto, sin un solo bache ostensible. Éste que ahora publica, en DVD y Blu-Ray, el sello C Major, no está a la altura de las expectativas: Thielemann, la gran esperanza entre las batutas alemanas, no me parece un gran intérprete beethoveniano; al igual que Karajan, es muy superior en Richard Strauss que en el autor de Fidelio. En éste lo considero un sólido kapellmeister con ciertas pretensiones de originalidad, pero no en los planteamientos o en las ideas sobre las obras, sino que se plasman sólo en detalles o exageraciones aquí y allá. Abunda en éstos: cambios de tempo algo bruscos e injustificados (éstos son particularmente mareantes sobre todo en el finale de la Quinta Sinfonía) que no son, en mi opinión, sino ocurrencias. También gusta de trufar sus versiones con frases en inesperados pianos o pianísimos en los que el sonido se vuelve en exceso etéreo e incorpóreo. Recordemos que los grandes maestros beethovenianos nunca han hecho eso, porque resulta altamente inconveniente. La idea de Beethoven que tenemos forjada, a través de las aportaciones de los más grandes intérpretes, y que es de una lógica global aplastante, no se compadece de ningún modo con estos caprichos o arbitrariedades, y menos aún con lo que me falta por señalar, que es ni más ni menos que el sentimentalismo, que está con Thielemann presto a aflorar en cuanto que hay una frase melódicamente bella, lírica o tierna. Ocurre prácticamente en todos los movimientos lentos, y me parece la acusación más grave contra estas versiones: de pronto creemos estar escuchando un detalle –como procedente de Tchaikovsky o de otro compositor posromántico– que no cuadra con el resto de la música. Estos deslices suelen ser expuestos mediante forzados apianamientos con un acusado vibrato, que resultan abiertamente fuera de estilo. Momentos claramente rebuscados que en ocasiones rozan la cursilería, lo cual es, sin duda, un pecado mortal intolerable en la música de este genio capaz de expresar intensa ternura, pero nunca blandura o empalago.

Es una lástima, pues por lo demás los planteamientos de Thielemann suelen ser serios y sólidos, dentro de la tradición más genuina, si bien con alguna extravagancia como el tempo algo excesivamente veloz de los terceros movimientos de las dos primeras sinfonías, que en el caso de la Segunda se agudiza además con una sonoridad demasiado leve, liviana y finolis. Pero los defectos apuntados –así como transiciones con frecuencia resueltas sin fluidez– agrietan, un poco o incluso bastante, la unidad de los edificios formidablemente planificados que son estas sinfonías. Por otro lado, Thielemann no alcanza la grandeza y del pathos que saben imprimirles los más grandes directores, y no siempre sabe mantener la tensión (sobre todo, en la Quinta). La Marcha fúnebre de la “Heroica” carece de estatura épica y suena algo tristona, casi plañidera en algún instante. La interpretación que más me ha gustado es quizá la de la Séptima, mientras que la que menos es quizá la de la siempre peligrosa “Pastoral”, en la que, además de lo dicho, encontramos algo verdaderamente estrafalario: al final de la Escena junto al arroyo, los pájaros ¡rubatean! Me temo que Thielemann ha creído hacer un descubrimiento que “no se le había ocurrido a nadie hasta ahora”.

La Octava también es bastante rebuscada y errada: en el “Allegro vivace e con brio”, con forzados parones y carente tanto de humor como de fuego, no encontramos ni vivacidad ni brío, sino una dudosa elegancia de rubatos nada fluidos ni naturales.

En la Novena, tras un primer movimiento, si bien no siempre todo lo claro que debería, muy bien planteado (en el que se revela con nitidez, minuto 10’30”, una pre-cita literal de las trompetas en el epidodio correspondiente de la Octava de Bruckner), vuelven los vaivenes en el scherzo, con un timbal tímido, y el sentimentalismo al “Adagio” y a la introducción del finale (con un vibrato que me pone los pelos de punta), mucho mejor en la parte coral. Para quien tenga alguna duda: compárese la inmensa emoción que, sin ese sentimentalismo fácil y extemporáneo, logra Bernstein (tanto en Viena como en Berlín) y se verá quién de los dos es un genio. Notable para el lírico cuarteto y sobresaliente para el nutrido coro, que canta sin partitura.

El tercer DVD de cada álbum contiene documentales de casi tres horas cada uno en los que conversan Thielemann y el gran musicólogo Joachim Kaiser, un hombre sabio, casi anciano (n. 1928) pero extremadamente apasionado y vehemente. Sin embargo las aportaciones habladas, insertadas entre las ejecuciones, íntegras o casi, de las sinfonías, son breves.

sábado, 12 de febrero de 2011

Rectificación sobre la “Novena” de Mahler

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Realmente, no estuve muy fino la primera vez que escuché esta Novena de Mahler, audición tras la cual escribí el comentario del 9 de febrero. No fui capaz de asimilar a la primera la tremenda personalidad de esta interpretación. Una segunda audición me ha hecho ver con mucha más claridad cómo está abordada la complejísima y gigantesca –en todos los sentidos– partitura mahleriana. El perspicaz amigo que me acompañó atentamente en esta segunda escucha sí logró captar a la primera la absoluta radicalidad, valentía y genialidad de la interpretación de Barenboim.

Mis reservas en el comentario inicial sobre el primer movimiento (“puede que el primer movimiento, un tanto seco, no esté entre los que más me entusiasmen”) eran bastante inconsistentes y absurdas: en esta interpretación no tendrían acomodo los enfoques (por supuesto muy respetables) de las grandes versiones que citaba; este movimiento inicial no podría ser de otro modo, simplemente me costó llegar a acomodarme a la visión del director, que es, en efecto, de una tremenda radicalidad: lóbrego, áspero, siniestro, más negro que ningún otro que yo haya escuchado hasta ahora. Barenboim no quiere permitirse, no se concede el menor atisbo de esperanza; el dolor que lo traspasa no recibe el menor conato de consuelo, ni hay el menor refugio en la posibilidad de una felicidad cuya existencia es sólo un espejismo ilusorio. Así, y sólo así, es completamente coherente con todo lo que viene a continuación.

En los dos movimientos centrales, con ráfagas de danza macabra, con carcajadas siniestras y descompuestas (que recuerdan como nunca antes más de un momento de Till Eulenspiegel, catorce años anterior), ni por descontado el cuarto, aflojan un momento el pesimismo omnipresente, insuperable, de esta interpretación sin la menor fisura, que no dudo un instante en calificar de genial, y una de las más valientes y formidables que le he escuchado en años a este hombre, el mayor genio vivo de la interpretación musical.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Un Mahler a contracorriente. La “Novena” por Barenboim en DVD

 

El sello C Major acaba de lanzar el DVD con la Novena Sinfonía de Mahler por Barenboim y la Staatskapelle Berlin, una filmación del 5 de abril de 2009 en la Philharmonie de la capital alemana. Es un Mahler, no muy diferente de su grabación en CD (Warner, tomada en también en público en Berlín, el 15 de noviembre de 2006: el día que Barenboim cumplía 64 años), que va a contracorriente.

Me explico: si desde hace años estoy un poco saturado de Mahler es debido en parte a la exagerada sobreabundancia de sus interpretaciones en concierto y en grabaciones de todo tipo, y en mayor parte aún al hecho de que lo que más abunda en los últimos tiempos son las interpretaciones recargadas, sobrecargadas, cada vez más lentas y rebuscadas, hinchadas, pretenciosas, aparatosas o relamidas, dulcísimas, de su música. Esto está haciendo que me haya hartado bastante de Mahler. Pero es probable que la culpa no sea de Mahler, sino de esta situación.

Al margen de esto, quiero dejar bien claro que hay algunas composiciones que nunca han dejado de gustarme con locura, en particular La Canción de la Tierra, las Sinfonías Novena, Sexta y Quinta (por ese orden) o los Kindertotenlieder. Todas las sinfonías restantes me gustan sólo parcialmente, lo siento.

Pero insisto en que buena parte de mi hartazón se debe a la insensata carrera de muchos directores por ser el más lento, el más refinado, el más grandilocuente, el más psicoanalítico o qué sé yo. Creo que volver a la sobriedad, incluso a la austeridad de algunos directores (mayormente del pasado) es un ejercicio muy saludable, porque la música de Mahler sale ganando mucho de esta forma: baste recordar La Canción de la Tierra o los Kindertotenlieder de Bruno Walter con la Ferrier, la Segunda, la Cuarta (ambas con la Schwarzkopf) o la Novena Sinfonías de Klemperer, la Quinta y la Sexta de Barbirolli o la misma “Resurrección” de Solti.

Creo que Barenboim, que no es por Mahler por lo que más pasará a la historia (para eso están Mozart, Wagner o, sobre todo, Beethoven), ha tenido en sus no muy numerosas grabaciones mahlerianas el acierto de la sobriedad, alejado de estos cargantes excesos que he señalado. La Canción de la Tierra y la Quinta Sinfonía (ambas con la Sinfónica de Chicago) o los Kindertotenlieder (con la de París y Waltraud Meier) son bastante elocuentes en este sentido. Su grabación de la Séptima Sinfonía no estoy muy seguro de que me convenza (admito que la de Klemperer puede que me bloquee la posibilidad de admirar, casi de digerir, cualquier otra), pero ambas Novenas, la del CD y esta nueva en DVD, creo que apuntan a la esencia misma de la obra, despojándola de aditamentos discutibles.

Puede que el primer movimiento, un tanto seco, no esté entre los que más me entusiasmen (para eso están Giulini, Bernstein/Berlín, Chailly o la versión de Eschenbach en París), pero los tres restantes me convencen a más no poder y hacen que la obra se revitalice a mis oídos, gracias a esa dureza e incisividad, a esa radicalidad, a esa veracidad absoluta, que acabó desarmando por completo a los oyentes de la Philharmonie, que reaccionaron entusiasmados al terminar el silencio tras la ejecución. Una pregunta retórica: ¿cómo se compadece lo que se suele escuchar con la indicación de Mahler para el 2º movimiento de “Etwas täppisch und sehr derb” (Algo torpe y muy rudo) y de “Sehr trotzig” (Muy terco) para el 3º? Barenboim, desde luego, sigue esas indicaciones con total fidelidad. Y es una experiencia única, imposible de olvidar, el clima indescriptible de desolación y disolución absoluta que el de Buenos Aires logra al final mismo de la obra.

Para terminar, algunas puntualizaciones: en su versión en DVD, quizá algo más radical aún (y un poco más rápida) que la del CD, asombra enormemente redescubrir o constatar con la máxima claridad el asombroso arte de Mahler como orquestador, y cómo es posible hacer audible todo el complejísimo entramado orquestal de la partitura. Y dar fe de nuevo de que la Staatskapelle de Berlín ha llegado con Barenboim a un nivel de excelencia impensable cuando llegó a su podio, hace ya veinte años.

La toma de sonido y la calidad de la imagen son más que sobresalientes.

lunes, 7 de febrero de 2011

Tres homenajes a Plácido por sus 70 años

“Viva Domingo”

“The Heroic Domingo”. “The Romantic Domingo”. “The Great Duets”. “Latin Songs”. Con Scotto, Milnes, Freni, Zancanaro, Graham, Villarroel, Hampson, Caballé, Voigt y Studer.

EMI 6487572, 4 CDs.

El septuagésimo cumpleaños de Plácido Domingo, aún en activo ¡y de qué manera! ha movido a dos de las principales compañías que han grabado con él, Universal (D.G. y Decca) y EMI, a celebrarlo con varias publicaciones (RCA, en cambio, que sepamos, no ha hecho nada...) EMI ha optado por un libro-disco con un texto de cierta amplitud (firmado por Stephen Jay-Taylor y que viene también en castellano), una cronología y gran cantidad de fotos muy interesantes y cuidadas. La presentación es realmente atractiva. La selección musical es más discutible y está orientada seguramente a un público que pretende ser lo más amplio posible. El primer disco, “el Domingo heroico”, lo retrata cantando, en efecto, arias y escenas de papeles de héroes o algo similar, desde Haendel (Giulio Cesare) y Mozart (Idomeneo, La clemenza di Tito) hasta Wagner (Rienzi, Siegfried, papel este último que como se sabe nunca ha interpretado sobre un escenario), pasando por Bellini (Norma), Spontini (La Vestale), Meyerbeer (L’Africaine), Massenet (Le Cid), Saint-Saëns (Samson et Dalila) y Verdi (Giovanna d’Arco, Otello). El nivel de los fragmentos es muy alto. “El Domingo romántico” agrupa Die Zauberflöte, Don Giovanni, Così fan tutte, Faust, Eugenio Oneguin, Mignon, así como algunos de los papeles que más y mejor ha encarnado: Don Carlo, Un ballo in maschera, La forza del destino, La Gioconda, Manon Lescaut, La fanciulla del West, Tosca, además incursiones en la opereta (Paganini y Das Land des Lächelns de Lehár y Eine Nacht in Venedig de J. Strauss) y en la zarzuela (Los Gavilanes de Guerrero y Maravilla de Moreno Torroba). Casi todos los fragmentos están cantados e interpretados a pedir de boca. En “Los grandes dúos” lo hallamos en papeles que ha dominado (con la excepción de Don Giovanni, Les pêcheurs de perles y Tristan) junto a Renata Scotto, Sherrill Milnes, Mirella Freni, Giorgio Zancanaro, Susan Graham, Verónica Villarroel (en L’amico Fritz), Thomas Hampson, Montserrat Caballé, Deborah Voigt y Cheryl Studer: son todos (o casi) los que están, pero no están, ni mucho menos, todos los que son (¿cómo no se han incluido los inenarrables dúos de Aida y Don Carlo que grabó junto a Montserrat Caballé?). En cuanto al cuarto CD (todos muy aprovechados en su duración), se dirige abiertamente a un público diferente: 17 “Latin Songs”, algunas de las cuales aborrece quien esto escribe, y que suenan además en arreglos intolerables de Bebu Silvetti. El álbum se dirige, por su música, a dos públicos que difícilmente se encontrarán (dos conjuntos cuya intersección es, creo, mínima).

“The Plácido Domingo Story”

Arias de ópera, zarzuela, canciones sacras, tangos, canciones italianas y napolitanas.

Deutsche Grammophon 4779333, 3 CDs.

Universal ha repartido el homenaje en dos álbumes, de contenido más sustancial: “The Plácido Domingo Story” contiene tres CDs: arias y páginas de óperas grabadas entre 1968 y 1983, otras entre 1984 y 2007, y un tercero con zarzuela, tangos, canciones sacras, italianas y napolitanas (a fin de cuentas, bastante más serio que el cuarto del álbum EMI). En los dos primeros se recorren los principales períodos y estilos operísticos cultivados por el insigne tenor madrileño: Mozart, ópera italiana del XIX y del XX (de Rossini al verismo), alemana (Weber, Wagner, R. Strauss) y francesa (Offenbach, Meyerbeer, Bizet, Saint-Saëns, Massenet), con fragmentos extraídos de óperas completas y de recitales y que contiene una joya (incomprensiblemente) inédita de 1975: “Io l’ho perduta!... Io la vidi e al suo sorriso” de Don Carlo, con Karajan y la Filarmónica de Viena.

El álbum cuenta con un librito (tamaño CD, o sea la mitad que el de EMI) de más de 150 páginas (con un texto, también en castellano, de Arturo Reverter... ¡¡no, no se asusten, era una broma!!..., de Harvey Sachs), una cuidadísima selección de fotos, incluso de la niñez del tenor, y la lista completa por orden cronológico de todas sus grabaciones para Decca, D.G. y Philips, con sus correspondientes portadas originales (no se han olvidado siquiera del himno El Mundial, de 1982, con música del no hace mucho fallecido José Torregrosa Alcaraz).

“The Opera Collection”

BIZET: Carmen. DONIZETTI: Lucia di Lammermoor. LEONCAVALLO: Pagliacci. MASCAGNI: Cavalleria rusticana. OFFENBACH: Les Contes d’Hoffmann. PUCCINI: Tosca. Turandot. ROSSINI: Il barbiere di Siviglia. SAINT-SAËNS: Samson et dalila. VERDI: Il Trovatore. La Traviata. Otello. WAGNER: Lohengrin. Dirs.: Abbado, Marin, Prêtre, Sinopoli, Bonynge, Karajan, Barenboim, Giulini, Kleiber, Chung y Solti.

Deutsche Grammophon/Decca 4779336, 26 CDs.

Y el otro álbum de D.G. y Decca agrupa en 26 CDs. trece óperas completas, cuya selección encuentro en casi todos los casos muy acertada. Los pocos desaciertos ocurren por el hecho de querer abarcar por encima de todo óperas lo más diversas posible. Pero, la verdad, no hacía falta incluir la Lucia di Lammermoor con Cheryl Studer, Juan Pons y dirigiendo –no muy allá– Ion Marin (1993), en la que Plácido no sale demasiado bien parado (aun sin ser una de sus especialidades, años antes la había interpretado en el Teatro de la Zarzuela con una fuerza expresiva irresistible). En cuanto a Il barbiere di Siviglia (1992), su primera ópera completa en disco cantando como barítono, él es precisamente quizá lo mejor de esta versión (en la que el Almaviva de Frank Lopardo es una elección muy desafortunada), tan sofisticada y pizpireta, tan poco espontánea y graciosa (¡qué diferencia con la primera del propio Abbado!)

En La Traviata (de 1977, seleccionada, supongo, para que pueda aparecer Carlos Kleiber) tampoco sale del todo bien parado, y no porque no haga un Alfredo creíble e intensísimo, sino por su absurdo empeño en emitir un Do sobreagudo (horrible) al final de “O mio rimorso”.

El Otello de D.G. (1994, con la Studer, Sergei Leiferkus y Myung-Whun Chung) no es muy representativo de lo que el mejor Otello desde que hay discos ha alcanzado con ese papel; además, la dirección dista de ser la de Solti, con el mejor Plácido imaginable (DVD de Opus Arte, 1992). Y en cuanto a Cavalleria rusticana, debería figurar en la arrolladora versión con Obraztsova y Prêtre (Philips 1985), pero han escogido la que hizo un lustro más tarde con Agnes Baltsa y dirigiendo Giuseppe Sinopoli, bastante más discutible por lo que se refiere a los principales elementos, incluyendo al propio tenor.

Aquí acaban mis reservas: el resto es magnífico, cuando no insuperable: Carmen con Teresa Berganza, Ileana Cotrubas y Sherrill Milnes, dirigiendo Claudio Abbado (1978) tiene justa reputación de ser la interpretación más redonda que existe grabada en estudio, y de ser Plácido el Don José prácticamente ideal. Pagliacci (1984, con Pons y dirección de Georges Prêtre) es, por parte del tenor, impresionante (si bien no tanto como en su grabación, inalcanzada, para RCA con Caballé, Milnes y Nello Santi); pero no termina de convencer por lo que respecta a Teresa Stratas. Formidable Los cuentos de Hoffmann con Richard Bonynge, junto a Joan Sutherland y Gabriel Bacquier (Decca 1972), superior en lo que al protagonista se refiere a la versión D.G. diecisiete años posterior, con Seiji Ozawa.

La mejor Tosca de las tres en CD grabadas con Plácido me parece la de RCA con Leontyne Price, Milnes y Zubin Mehta, pero ésta de D.G. 1992, con Mirella Freni y Samuel Ramey, no deja de ser magnífica, incluyendo la abrumadora dirección de Sinopoli. La única Turandot en estudio de Plácido es ésta de 1982 con atentísima y reveladora, pero también ampulosa y cargante, dirección de Karajan; el tenor está admirable (¡qué “Non piangere, Liù”!), pero Katia Ricciarelli es una protagonista insuficiente y gritona; muy bien, aunque algo fuera de situación, la Liù de Barbara Hendricks. Todas las bendiciones imaginables para su Samson et Dalila (1979), junto a una arrolladora Obraztsova y formidable dirección de Daniel Barenboim. Negro, interesantísimo, Il Trovatore con Carlo Maria Giulini, sensacional por parte de éste y de Plácido (de las dos mujeres, Rosalind Plowright y Brigitte Fassbaender, pueden apuntarse reservas). De ópera alemana sólo se ha seleccionado una: Lohengrin (Decca 1987), impresionante interpretación de sus tres principales protagonistas: el propio Plácido, Jessye Norman y Sir Georg Solti. Por no hablar de la Filarmónica de Viena...

Aunque la programación de cualquiera de estos álbumes es quizá mejorable, lo que es cierto es que la enorme y variada actividad desplegada por Plácido a lo largo de tantos años es muy difícil de resumir. Y, además, sin contar con lo grabado por RCA, la selección que se pudiera hacer sería, por fuerza, incompleta.

De lo que no cabe hoy dudar es de que estamos ante el tenor más grande del que hay registros discográficos (y, probablemente, de todos los tiempos). Su inmensa curiosidad musical –una ambición noble, digan algunos lo que digan– no ha tenido parangón: hace mucho tiempo que dejó atrás al también enormemente abarcador Nicolai Gedda. Y, lo siento, pero no tiene ni pies ni cabeza que se siga defendiendo que limitarse a un repertorio muy escaso es una cualidad a admirar, mientras que “meterse en todo”... ¡lo importante es cómo se hacen las cosas, y si son muchas y muy variadas las que se hacen bien, pues miel sobre hojuelas! (¡Ah, ninguna publicación se ha acordado de que Domingo es también un espléndido director de orquesta!... Si alguien tiene alguna duda, no tiene más que escuchar la Madama Butterfly que dirigió en el Teatro Real, o su grabación en DVD de las fallescas Noches en los jardines de España, con Barenboim al piano).

miércoles, 2 de febrero de 2011

“Elektras” en DVD: Dohnányi, Weigle y Gatti

Recientemente han llegado a mis manos tres versiones de la Elektra de Strauss en DVD: una dirigida el año 2005 en la Ópera de París por Christoph von Dohnányi, otra de 2008 en el Liceu de Barcelona con Sebastian Weigle y una tercera en el Festival de Salzburgo de 2010 por Daniele Gatti. La primera y la tercera, sobre todo, tienen elementos de gran interés.

Dohnányi con Polaski

La primera es, lástima, una grabación monoaural, aunque de sonido aceptable, que posee dos elementos memorables: la intervención de Deborah Polaski y la dirección musical de Dohnányi. La soprano, una de las que más veces ha cantado el demoledor papel de Elektra (y que ha grabado con Abbado en DVD y con Barenboim en CD) hace una sobrecogedora interpretación, desgarrada y desgarradora, pero a la vez matizadísima y con momentos de una emoción inmensa (cuando reconoce a su hermano Orestes: momento de saltarse las lágrimas); su labor como actriz es, además, de una aplastante credibilidad: no hace de Elektra, es Elektra (durante las ovaciones se aprecia a la perfección cuánto tarda en volver a la realidad). La voz, grande y timbrada, no es bella, pero en ninguna parte se ha dicho que haya de ser una voz bella, sino con carácter. También habrá quienes critiquen este o aquel agudo, pero permítanme que no les tenga mucho respeto si a eso le dan más importancia que a todas sus poderosísimas virtudes. En cuanto a la Crisotemis de Eva Maria Westbroek, ya anunciaba de sobra (escúchesela, aún mejor, un lustro después) que es un papel que le va como anillo al dedo. Felicity Palmer es una cantante de gran inteligencia, pero su voz es tal vez demasiado lírica; en cualquier caso, convence. No ocurre lo mismo con los dos principales papeles masculinos del reparto: el pálido y demasiado lírico Orestes de Markus Brück y el a todas luces endeble, en lo vocal y en lo interpretativo, Egisto de Jerry Hadley.

La escena de Matthias Hartmann no me convence gran cosa: el espacio escénico no ayuda a situarse, la dirección de actores deja que desear (sólo se sobrepone Polaski) y, la verdad, no me parece una buena idea que Orestes mate a Clitemnestra y luego a Egisto a la vista de los espectadores: es impacto de mucho mayor sólo escuchar los desgarradores gritos.

Lo que encuentro sensacional es la dirección musical (que me ha recordado bastante a Solti): muy expresionista y de una incisividad, fuerza y dureza tremendas; logra una respuesta asombrosa de la orquesta y una indeclinable tensión y angustia, tales que cuando la representación termina se nos quita un gran peso de encima: el gran placer estético que produce el intenso dolor artísticamente elevado.

Weigle

En la segunda, la Polaski ya no está tan bien de voz como en 2005, y además no se la ve tan entregada ni tan convincente: es seguro que con la batuta de Dohnányi se halló mucho más cómoda y más en consonancia que con Weigle, quien por cierto lleva a cabo una labor más bien ecléctica bastante notable, pese a que la orquesta se queda un poco corta (y está un tanto fallona; aun así, teniendo en cuenta la tremenda dificultad de la partitura, es de admirar el rendimiento general). Tampoco debió de sentirse Polaski muy estimulada ni inspirada por sus compañeros de reparto, ninguno de los cuales me gustó gran cosa: lo de Eva Marton como Clitemnestra lo encuentro patético: con la voz destrozada, con un trémolo terrible (¡me llega a recordar a Natalia de Andrade!), intenta disimular sus pavorosas carencias gritando sin cesar, vociferando de principio a fin: eso no es una interpretación. Perdón por ser tan cruel, pero lo encuentro sencillamente indignante e inadmisible. Muy floja cantante e incapaz de matizaciones psicológicas la Crisotemis de Ann-Marie Backlund. No mucho más me ha gustado como Orestes Albert Dohmen, un bajo-barítono de voz consistente pero intérprete bastante monocromo. Muy bien Graham Clark, Egisto juerguista y borrachín, bastante grotesco pero creíble: él y la Polaski son los únicos cantantes de actuación consistente.

La escena de Guy Joosten me ha parecido pretenciosa, más bien arbitraria y absurda, ayuna de ideas y muy poco efectiva.

Gatti ¡con la Meier!

La versión de Gatti no goza de una dirección musical de interés: ni posee personalidad ni intencionalidad claras; por el contario, tiene fuertes altibajos e incluso momentos –generalmente momentos clave– en los que hay cierto barullo orquestal o, como al final, carencia de la debida intensidad y contundencia. Y no será por culpa de la orquesta, la formidable Filarmónica de Viena. No entiendo muy bien la elección de Iréne Theorin para el terrible papel titular. ¿Fue acaso una sustitución? Posee, sí, agudos timbrados, pero ni el centro ni el grave –áfono– poseen la debida consistencia, y el trémolo es bastante agobiante (pese a no ser precisamente una mujer mayor). Su canto es notablemente limitado y resulta incapaz de dotar de variedad timbrica su emisión. Tiene a su lado, sin embargo, a cuatro magníficos en los otros cuatro principales papeles: una valiente, intensa y convincente Westbroek como Crisotemis (un papel, como se sabe, más corto pero no mucho menos difícil que el de su hermana).

Una impresionante Waltraud Meier encarna a Clitemnestra, acaso la más sutil intérprete y cantante –las dos cosas, además, aquí inseparables– de este papel tan proclive a los excesos y a encomendarlo a voces que fueron (algunas de las cuales, como Astrid Varnay o Anja Silja que, ciertamente, impresionan), pero que cobra una nueva dimensión y halla multitud de recovecos psicológicos cuando la redescubre la insigne soprano-mezzo alemana: no es una vieja con aspecto de zorrón (como suele ser Herodías), sino una señora con clase, terriblemente atormentada por su crimen, asustada y hasta desvalida. ¡Chapeau una vez más, Sra. Meier, tanto por su canto, por su musicalidad, su inteligencia y sus cualidades como actriz!

Imponente también René Pape como Orestes: la voz, en efecto, conviene más a un bajo que a un barítono (por muy genialmente que lo haya hecho Dieskau), y además da gusto escuchar semejante caudal tan admirablemente manejado y encaminado.

Incluso el Egisto de Robert Gambill es espléndido: muy bien de voz y muy acertado en la caracterización, nada caricaturesca.

La función, sin público (¿una especie de ensayo general?) muestra una escena eficaz, austera y sumamente desagradable (lo que resulta muy adecuado), pero demasiado deudora de Götz Friedrich (en la grandiosa, todavía para mí insuperada versión de un muy anciano Karl Böhm, con lo mejor que le recuerdo a Rysanek, además de Catarina Ligendza, Varnay, Fischer-Dieskau y Hans Beirer) y, en algunos detalles, de la de Dieter Dorn (vista en el Teatro Real en 2002 con Elisabeth Connell, Sylvie Valayre, Anja Silja, Hanno Müller-Brachmann y Reiner Goldberg, dirigiendo Daniel Barenboim, y que circula por ahí en DVD de escasa calidad técnica).