jueves, 28 de noviembre de 2013

El peor DVD de ópera del año: “La mujer sin sombra” por Valery Gergiev



 
La ignorancia es atrevida: no conocer las propias limitaciones lleva a esto. Además, Gergiev, el gran protegido de Vladimir Putin, no debe de tener mucho sentido común: de lo contrario, no hubiera permitido que esta grabación, un enorme descrédito para él y su teatro petersburgués, se publicase. Este doble DVD de la firma Mariinsky es un despropósito: no hay nada que lo salve. Para colmo, ni siquiera suena bien. Pero ¿qué importa? La parte escénica es casi tan impresentable como la musical, las voces son tan deficientes como la orquesta (cuando no peores), la dirección musical es despistadísima, culminando con irritante efectismo al final (tentación a la que Gergiev sucumbe a menudo).
Hay un hecho omnipresente: Richard Strauss no aparece por parte alguna, su personalísima música resulta irreconocible; el desconocimiento del estilo y del lenguaje straussiano es palpable. Incluso la pronunciación está en general muy descuidada. Como decía, ni uno solo de los cantantes principales es de recibo: voces deterioradas, técnicas primarias o notorias insuficiencias: una Nodriza –Olga Savova– mayor, sin graves y fuera por completo de situación, un Mensajero –Evgeny Ulanov– endeble, un Emperador –August Amonov– demasiado lírico, de línea irregular e irrelevante, una Emperatriz –Mlada Khudoley– que grita desde la zona del paso hacia arriba, un Barak –Edem Umerov– rudo, temblón, incapaz de interpretar, o una Mujer de Barak –Olga Sergeeva– de voz poderosa, gastada e incontrolable. Por no hablar de sus cuñados...
En la escena (de Jonathan Kent, no siempre tan ramplón) la casa de Barak está sucia y deteriorada hasta resultar repugnante, los hermanos de Barak le meten mano a su cuñada, los niños, maleducados, acuden a una especie de fiesta de cumpleaños (¡!)... y en el mundo irreal, plásticamente más pasable, la simbología es de función de fin de curso (eso sí, con muchos más rublos). A qué seguir.


martes, 26 de noviembre de 2013

Daniel Harding y la London Symphony interpretan Mussorgsky y Stravinsky

Parece, a juzgar por el concierto de ayer (Ibermúsica, 25 de noviembre) y por lo que le llevo escuchando últimamente, que Harding (que tiene ya 38 años) está sentando cabeza, que ya no es el enfant terrible que se empeñaba hace unos años en tocar Sinfonías de Brahms con una orquesta de cámara, intentando en vano desmitificar lo que la historia y la jurisprudencia interpretativa nos han enseñado, sentando cátedra, sobre el compositor hamburgués; y otros hallazgos por el estilo. Pero esto no significa que ya acierte en todo lo que hace. De hecho, el concierto de ayer no me pareció modélico, y quizá es la ocasión menos feliz que le haya escuchado en los últimos años a la London Symphony: no, ayer no fue “una de las cinco mejores orquestas del mundo”, según la encuesta promovida por ¿adivinan?: una revista, sí, ¡británica! Los metales estuvieron no sólo más fallones de lo tolerable, sino más bien destemplados, poco calibrados. Francamente bien las cuerdas y las maderas, sobre todo fagotes y clarinetes.
El programa comenzó con Una noche en el Monte Pelado de Mussorgsky: la primera redacción de la partitura, muy rara vez oída (creo que no coincide ni con la grabación de Abbado y esta orquesta, RCA 1980, ni con el DVD de D.G. por Barenboim y la Filarmónica de Viena en Schönbrunn), que termina abruptamente pues está inacabada. La pieza tiene en esa versión el atractivo del áspero colorido orquestal mussorgskiano (¡cuatro trombones!), mejor orquestador de lo que se suele considerar, pero de un devenir temático muy desorganizado, casi caótico. Siento decir algo que hará rasgarse a más de uno las vestiduras: el arreglo de Rimsky-Korsakov me parece mucho más eficaz y logrado. Creo que estuvo muy acertadamente dirigido, y muy bien tocado.
El Concierto para violín no me parece una de las peores obras de Stravinsky, ni tampoco de las mejores. Estuvo dirigido con claridad, incisividad y ciertos, adecuados, sarcasmo y sentido lúdico. Pero quizá la orquesta sonó casi todo el tiempo un poco fuerte, tapando a menudo al violín solista. Un excelente Rainer Honeck, conocido concertino de la Filarmónica de Viena, que tocó de forma impecable, con un sonido precioso, totalmente en la línea de la orquesta vienesa. Pero creo que a esta obra le conviene un sonido más incisivo y aristado; seguro que Honeck habría quedado mejor tocando Mozart, o incluso Mendelssohn.
El pájaro de fuego (versión original íntegra) fue abordado desde una óptica que resaltaba su calidad de antecedente de Petruchka y hasta de Le sacre, dejando un tanto de lado su deuda con Rimsky y con el Impresionismo. Un enfoque interesante, que en todo caso funciona bien en determinadas escenas y no tanto en otras. Hubiera sido una interpretación de fuste de no haber sido por estas reservas: tendencia al estruendo (¡metales y percusión!), final atropellado de la “Danza infernal de Katchei”, y conclusión acelerada, perdiendo tensión y hasta desinflándose en el pasaje anterior al último acorde: fallo éste de cajón, inexplicable en una batuta de la reputación del director de Oxford. Lo que más me gustó de la velada fue la propina: una muy hermosa y sentida versión del maravilloso Preludio de Khovanchina (Mussorgsky para comenzar y terminar: ¡buena idea, vive dios!)


martes, 19 de noviembre de 2013

Martha Argerich convence al fin en Beethoven, junto a Barenboim



Los Beethoven que le había escuchado hasta ahora a Martha Argerich me habían gustado poco o incluso muy poco: lo mismo los Conciertos (creo que sólo los tres primeros y el Triple) que las Sonatas para violín y las de violonchelo, o algunas de piano solo. Su Beethoven me parecía caprichoso y banal, casi frívolo en ocasiones.

Por eso me ha asombrado que la gran pianista bonaerense haya dado de lleno en el clavo en un Primer Concierto que tocó el pasado 15 de septiembre en Berlín, con la Staatskapelle de Berlín dirigida por su titular, el también bonaerense Daniel Barenboim. La única colaboración entre ambos grabada en disco es las Noches en los jardines de España de Falla publicadas por Erato allá por 1987, con la Orquesta de París: una versión bastante decepcionante, que Barenboim repetiría trece años después, ahora al piano, con mucho mayor éxito (con la Sinfónica de Chicago dirigida ¡admirablemente! por Plácido Domingo. Teldec 2000).
Sabía que Argerich y Barenboim habían previsto hace años colaborar de nuevo en disco, para D.G., grabando los dos Conciertos de Liszt, pero que la repentina enfermedad de Argerich echó por tierra este apasionante proyecto (está visto que estas obras no las iba a plasmar en disco Barenboim después de haberle dirigido el Segundo Concierto a Brendel y a Zimerman, pues otro proyecto discográfico anterior, dirigiendo los dos Conciertos y Totentanz a Claudio Arrau, tampoco llegó a puerto).

Bueno, pues el pasado 15 de septiembre Argerich tocó de modo fascinante el Concierto en Do mayor de Beethoven, con enorme vitalidad, brío, efervescencia, creatividad (sin excentricidades), humor y hasta travesura (en el finale, claro). Y conservando los dedos en magnífico estado. Asombra cómo Barenboim se plegó a los tan personales modos de su amiga, dirigiendo de forma considerablemente diferente a como él suele hacerlo cuando también toca, desplegando una sorprendente adaptabilidad y tomándose mayores libertades que de ordinario. Una experiencia arrebatadora, inolvidable.

Antes, Barenboim había comenzado el programa con una lúcida recreación de Mi-Parti, de Lutoslawski, página de 1976 de la que obtiene, en una lectura un par de minutos más lenta que de ordinario (16’), bastante más sustancia que en las dos versiones que conozco, una de ellas del propio compositor.

Tras el enorme éxito del Concierto, Argerich tocó de propina Traumes-Wirren, de las Fantasiestücke op. 12 de Schumann, con su tan especial toque felino (como lo adjetiva con acierto mi amigo Juan Ignacio de la Peña). Lo que no parecía esperable, pese a los persistentes aplausos, es que tocasen ella y el director, a cuatro manos, el bellísimo Rondó en La mayor, D 951 de Schubert, que dura 13 minutos. Esto fue lo más admirable de un concierto todo él admirable: una verdadera maravilla, un prodigio de sensibilidad, ternura y musicalidad. (Parece ser que la noche anterior al concierto, tras los ensayos, Argerich y Barenboim sintieron la necesidad de tocar juntos a cuatro manos, e hicieron, en casa –de Barenboim, supongo– este Rondó. No sé si con intención de repetirlo en público. Pero lo bueno es que finalmente salió de aquellas cuatro paredes, y los asistentes al concierto pudieron disfrutarlo. Y tras esta experiencia han prometido hacer juntos todo un programa a cuatro manos).

La grabación de esta velada que circula por internet suena francamente bien, pero se resiente un poco en las Cuatro Piezas Sacras de Verdi de la segunda parte, a causa de la dinámica mucho mayor de estas hermosísimas partituras. Con una actuación memorable del Coro de la Radio de Berlín (el “Rundfunkchor Berlin”, preparado por Simon Halsey), y lo mismo puede decirse de la Staatskapelle, Barenboim se deleitó y ensimismó en la espiritualidad de las dos breves piezas a cappella (Ave Maria, Laudi alla Vergine, en las que me recordó a Giulini), cargó las tintas en el dramatismo del Stabat Mater y concluyó con un severo e impresionante Te Deum, una de las versiones menos confiadas y con mayor poso de amargura que puedan imaginarse. (¡Y aún hay quien dice que Barenboim no se entiende muy bien con Verdi, después de sus Paráfrasis Verdi/Liszt, su Aida, su Simon Boccanegra, su Cuarteto en versión orquestal, de su último Requiem! ¿Se empeñan quizá en que Wagner y Verdi son incompatibles?...)





lunes, 11 de noviembre de 2013

Discografía comparada del “Concierto italiano” de Bach

El llamado Concierto italiano, de 1735, es una de las páginas para teclado más apreciadas del autor de El clave bien temperado y las Variaciones Goldberg, sus obras mayores entre lo compuesto para ese instrumento, sin olvidar las 6 Partitas. Perteneciente a la segunda parte del Clavier-Übung, el Concierto al estilo italiano, BWV 971, recrea un concierto imaginario de Vivaldi en el que el concertino y el ripieno se destinan cada uno a un teclado del clavecín. Pero suena, sin duda, más a Bach que a Vivaldi. Y eso pese a la indudable inspiración italiana del Andante, uno de los movimientos lentos más bellos de su autor (lo que no es poco decir...)
Alternaremos grabaciones en clave y en piano. La más antigua fue en clave, data de 1936 y se debe a la primera gran clavecinista de la historia de la interpretación, Wanda Landowska (está en CD en el sello Biddulph). Pero la primera en piano no tarda en llegar: es la de Artur Schnabel (Doré 1938). Y entre ambas la primera de Ralph Kirkpatrick (Pearl 1937). Este mismo sello aporta la grabación pianística de Arturo Benedetti Michelangeli, de 1942. De fecha tan remota como 1948 hay una primera grabación, también al piano, de Sviatoslav Richter (Melodiya), cuando contaba 33 años: quizá uno de sus primeros registros fonográficos. Ralph Kirkpatrick, el clavecinista estadounidense, catalogador sistemático de las 555 Sonatas de Domenico Scarlatti, lo volvió a grabar en 1952, ahora para Sony. De esta marca es también la grabación (1955) de Glenn Gould; al parecer no la repitió. 
La persona que más ha centrado su trayectoria en el piano de Bach ha sido, sin duda, Rosalyn Tureck, nacida en Chicago en 1914 y fallecida en Nueva York en 2003. Su autoridad bachiana nadie la pone en duda y su participación en cursos y clases magistrales sobre Bach ha sido tan dilatada como intensa. En 1959 grabó para EMI (aunque ha sido pasado a CD por Philips) el Concierto italiano, y podría afirmarse que esta interpretación no ha sido nunca superada. Llama la atención su intemporalidad: podría ser de cualquier momento, eso sí, siempre genial. El Allegro inicial (Bach no le puso indicación a este movimiento, pero se suele entender así), sin precipitarse, está saboreado nota a nota, todas las cuales tienen sentido, no es una mera sucesión de ellas. El Andante, tocado a media voz, como para sí misma, es de una belleza desarmante. Y el Presto final está tocado con tal lógica que escuchándolo parece que no puede ser de otra manera.


             

Un año posteriores son las grabaciones de Kirkpatrick (la tercera de las suyas), nuevamente para Sony, y del londinense George Malcolm para Decca. De 1965 data la del norteamericano nacido en Berlín Igor Kipnis (hijo del gran bajo Alexander), para Sony. Dos años posterior es la magistral grabación para Deutsche H. Mundi de Gustav Leonhardt, el clavecinista, organista y director holandés que tan ligado se halla también al nombre de Bach. La suya es una de las versiones más lentas, desgranada con delectación; ni siquiera en el Presto es veloz, lo cual puede resultar chocante, pero es de una consistencia y lógica irrebatibles. La toma de sonido es, sin embargo, un poco más percutiva de la cuenta (como decía con sorna un amigo mío pianista, “este clavecín suena un poco a ferretería”).
De 1967 data también la grabación, para EMI, de Alexis Weissenberg, muy percutiva, con los movimientos extremos demasiado veloces y un paladeado y expresivo Andante: parecen dos pianistas diferentes. De 1972 es la siguiente grabación relevante de esta obra: la de Alicia de Larrocha, para Decca. Sin pretensiones de imitar al clavecín, se sirve de las posibilidades que ofrece el piano, pero con moderación: el sonido es delicado, pero no carente de cuerpo. Evitando la tentación ornamental, su ejecución es inmaculada y muy medida. El Andante es en sus dedos como un soliloquio, muy sobrio y contenido, pero ello no obsta para que concluya en un clima de recogimiento de gran inspiración e inefable belleza.
De 1977 es la grabación de Alfred Brendel en el sello Philips. Interpretación tranquila, fluida, flexible y amable, suave como una seda. Refinamiento que no significa aquí, en modo alguno, amaneramiento. En el Andante, muy lento, logra una sensación de abandono como intemporal que en algún momento me trae a la mente el Beethoven de última época. Un poquito de pimienta e incisividad en el Presto habrían hecho de esta versión una cima difícil de alcanzar.
En 1979 Sony publicó la segunda grabación de Rosalyn Tureck, otra lección magistral de conocimiento de Bach y de musicalidad; además de, por descontado, de técnica. Frente a su primera grabación, esta segunda tiene un primer movimiento algo más rápido, suelto y elástico; el tercero es algo más enérgico, en algunas frases un poco marcial. Y en cuanto al Andante, un poco más lento que el anterior, es si cabe –parecía imposible- aún más bello y expresivo (lo que no significa romántico) que el de veinte años atrás.
Ya con el nuevo sistema digital de grabación, en 1984 nos encontramos con la estupenda interpretación del clavecinista y director británico Trevor Pinnock (Archiv 1984). Versión impetuosa, vital pero no veloz, que sin embargo se remansa en el Andante para volver a una fuerza casi agresiva en el Presto. Dos años después nos encontramos con la seriedad quizá algo impersonal, pero intachable, de la pianista Angela Hewitt (D.G.) y al año siguiente con el gran organista, clavecinista y director holandés Ton Koopman (Erato), grabación que no he podido localizar. Un año después, en 1984, se añade a la lista la del clavecinista canadiense Kenneth Gilbert, una respetadísima figura tanto en el estudio de Couperin como de Scarlatti o Bach. Su primer movimiento del Concierto italiano es más bien lento, pero con empaque y resolución: parece guiarle un propósito de objetividad, pero no se traduce en absoluto en rigidez o asepsia. Su Andante carece de ornamentación que distraiga de las líneas esenciales, una hermosa reflexión de elevada espiritualidad. Lástima que el Presto se vea lastrado por ciertos cambios de tempo no muy convincentes.


   

Trevor Pinnock                  Kenneth Gilbert

De 1990 es la grabación de Scott Ross, para Erato. El malogrado clavecinista de Pittsburgh que grabase las 555 Sonatas de Scarlatti propone una versión de gran espontaneidad, de claridad meridiana (siempre puede seguirse con independencia la mano izquierda), fluida, flexible, no exenta de elocuencia. En el Andante, ligeramente con moto, parece huir del sentimiento romántico. Un gran maestro del clave. La toma de sonido es extraordinaria.
Apasionante la segunda interpretación del enorme pianista ucranio Sviatoslav Richter (Philips, en público, 1991), quien quizá imita en cierto modo la sonoridad clavecinística con una pulsación bastante percutiva. Vital y comunicativo en los movimientos extremos, su Andante es abstracto e introspectivo. Una versión muy personal por sus acentuaciones y empleo de la dinámica, quizá un tanto polémica. La propuesta de Christophe Rousset (Decca 1992) es elegante, graciosa, un tanto banal, aunque no carece de encanto y atractivo. En el Andante, bastante rapidito, le falta vuelo, y en el Presto se deja llevar un poco por el mero virtuosismo.
                                                         

              Schiff

Desconozco la versión (Naxos 1992) del alemán Wolfgang Rübsam, conocido mayormente como intérprete de órgano, instrumento con el que ha grabado las obras completas de Bach, Buxtehude, Franck, Widor y Messiaen, nada menos. Un año más tarde, en 1993, aparece la versión del pianista que más asiduamente se dedica a Bach en los últimos tiempos: el húngaro András Schiff. Su grabación de toda la obra para clave de Bach al piano es todo un monumento. Su Concierto italiano suena, curiosamente, bastante clavecinístico, y aunque es de una nitidez irreprochable, resulta algo impersonal, tal vez en exceso ortodoxo. Viveza, agilidad y naturalidad son cualidades que no se le pueden regatear; casi ligereza en el Presto.
Las más recientes grabaciones de esta obra son la del holandés Bob van Asperen (Virgin 1994), la del alemán discípulo de Koopman Andreas Staier (Deutsche Harmonia Mundi 1995) –bastante heterodoxa, precipitada y por momentos casi histérica versión no carente de partidarios–, Peter Serkin (RCA 1996) al piano y Olivier Baumont al clave (Erato 1999). En lo que va del sigo XXI, con el tremendo frenazo habido en las grabaciones comerciales, se han hecho –que haya yo localizado– sólo las de Terence Charlston (Deux-Elles 2002), Lucy Carolan (Signum 2003) y Masaaki Suzuki (BIS 2007).










martes, 5 de noviembre de 2013

Midori, una eximia violinista hoy casi olvidada

 

     

La hace años muy en candelero Midori, una de las violinistas más admirables de nuestro tiempo, está últimamente casi desaparecida. En lo que va de siglo creo que ha publicado sólo cinco discos: en 2001 la Sinfonía concertante para violín y viola de Mozart (con Nobuko Imai, la Sinfónica NDR de Hamburgo y Christoph Eschenbach), en 2002 las Sonatas de Saint-Saëns (No. 1), Debussy y Poulenc (con el pianista Robert McDonald), en 2008 la Sonata No. 2 para violín solo de Bach, la Sonata No. 1 de Bartók (con McDonald), discos todos ellos para Sony, y en 2013 el Concierto de Hindemith (para Ondine, de nuevo con la NDR y Eschenbach) y finalmente, la Sonata No. 2 “Poema místico” de Ernest Bloch, la Sonata de Janácek y la de Shostakovich (para Onyx, con el pianista Özgür Aydin).
 
A la espera de hacerme con el Concierto de Hindemith, el disco Bloch/Janácek/Shostakovich es una joya. Yo tenía el temor de que su cuasi silencio se debiera a un declive artístico o técnico, pero éste no parece haberse producido en absoluto; se tratará del hartazgo que las compañías fonográficas llegan a sentir de algunos de sus artistas, a los que marginan (o abandonan por completo) al surgir otros jóvenes talentos. En efecto, en el campo del violín han aparecido en lo que va de siglo unos cuantos muy notables, alguno incluso excepcional. Pero es lamentable que se olvide a los no tan jóvenes.
 
Nacida el 25 de octubre de 1971 en Osaka, tiene ya por tanto 42 años recién cumplidos. Desde sus primeros discos (para Philips), entre ellos un Primer Concierto de Paganini, grabado a los 15 años, quedó meridianamente claro que su talento era absolutamente fuera de serie, y no sólo por su virtuosismo fulgurante, sino sobre todo por su musicalidad apabullante, que logra extraer petróleo de un Concierto tan a menudo reducido al mero exhibicionismo técnico. Desde entonces, su discografía está plagada de aciertos maravillosos, y lo mismo puedo decir de las dos veces que la he escuchado en directo.
 
Bueno, pues como digo, no está ni desaparecida (va a tocar próximamente la Obra para violín solo de Bach, ¡ojalá la grabe!) ni en declive, a juzgar por su último disco. Que contiene, además, una rareza estupenda: el “Poema místico” del suizo Bloch, una página (de veinte minutos) compuesta en 1924 y de una expresividad arrebatadora, salpicada (como suele) de giros judaicos y que, creo, tiene un valor equiparable al de su magnífico Concierto para violín (1938). “Evoca el mundo tal como debería ser, el mundo que soñamos”, dijo de esa su Segunda Sonata el autor. Música extraordinariamente sugerente, apasionada y visionaria, Midori la dota de una fantasía, fuego y espiritualidad memorables. La parte del piano, sin duda secundaria, está muy bien servida por el turco-estadounidense Özgür Aydin.
 
En cuanto a la no lo debidamente conocida Sonata (1922) de Leos Janácek, tras compararla con otras dos estupendas versiones discográficas, la de Viktoria Mullova con Pjotr Anderszewski (Philips 1995, soberbia) y la de Isabelle Faust con Ewa Kupiec (Harmonia Mundi 2003), creo que la de Midori y Aydin (en un sobresaliente trabajo de este pianista) es más genuinamente janacekiana, con esos acentos del folklore popular que, pese a la sofisticación de la partitura, suenan con total frescura, pureza y autenticidad.
 
Yo, la verdad, hubiera preferido para completar el disco otra sonata (la Segunda de Bartók, por ejemplo) antes que la del para mí sobrevalorado Shostakovich, y eso que su Sonata para violín y piano (de 1968, fuera, por tanto, de su tiempo) me parece una de sus obras camerísticas más destacadas. Además, pese a tratarse de nuevo de una versión entregada y espléndida, que engrandece la obra, no posee la potencia de la de Oleg Kagan/Sviatoslav Richter (Regis 1985, en público) ni, sobre todo, de la de Shlomo Mintz/Viktoria Postnikova (Erato 1992), una interpretación francamente arrolladora, difícilmente alcanzable.