Aunque en su juventud tocó mucha música de Chopin, el nombre de Barenboim no se halla muy asociado al del genial polaco. Mientras sus discos como pianista se cuentan por decenas, de Chopin sólo llevó al disco, además de la Sonata para cello (con Du Pré, EMI 1973), los 26 Preludios, las Sonatas 2 y 3 y un disco con la Fantasía, Barcarola, Polonesa-Fantasía, Berceuse, Variaciones brillantes y Souvenir de Paganini (EMI 1974-76). Interpretaciones no demasiado citadas que convendría revisar, pues no siguen al pie de la letra la tradición: son renovadoras y más que interesantes. Tampoco la siguen los 21 Nocturnos (D.G. 1982), pero éstos gozan sin embargo de una gran –y justificada– reputación. Y eso es todo, aparte de alguna propina en este o aquel recital en DVD.
Pues bien, este año del centenario, Barenboim ha tocado los Conciertos de modo memorable en numerosos centros musicales (de ellos existe una filmación con la Filarmónica de Berlín extraída de la transmisión de la propia orquesta). También ha dado en numerosas ciudades dos recitales Chopin con dos programas diferentes. Conociéndole, era de esperar: que si después de tantos años, a estas alturas, se interesa por algo nuevo en su repertorio sería porque tenía algo especial que decir. Así es: yo diría que estamos ante todo un acontecimiento, por la extraordinaria altura y personalidad de las interpretaciones.
El ambicioso y variado programa empieza por todo lo alto, con una Fantasía op. 49 de una potencia tremenda (es quizá la obra más orquestal de su autor), se repliega en el intimismo del Octavo Nocturno –un prodigio de hondura introspectiva– para volver a la impetuosa y tremenda Sonata núm. 2, para la que su experiencia beethoveniana resulta decisiva: ¡qué desarrollo del primer movimiento! ¡Qué fuerza y pasión! Impresionante. La Marcha fúnebre, más rebelde que, como en Kissin, serena o reflexiva, no alcanza a la genial, irrepetible, recreación del pianista moscovita. El brevísimo finale es un desideratum en toda regla. La segunda parte comenzó con una Barcarola absolutamente excelsa, quizá, como la Fantasía, la más genial que haya escuchado. ¡Qué inconmensurable riqueza de expresión!
Siguieron tres Valses, los opp. 34/3, 34/2 y 64/2 en los que las aportaciones personales son constantes: elegancia, gracia, humor, melancolía, con una flexibilidad en el tempo y en la dinámica en extremo sutiles. Los tres son antológicos. La Berceuse se beneficia de un sonido bellísimo, de exquisitez e infinita ternura. Como colofón, la más épica, poderosa y elocuente Polonesa “Heroica” imaginable, de una fuerza y dramatismo descomunales, en la que también se cuela el lirismo. Se despidió con una impecable Mazurca op. 7/3 y con el Vals op. 64/1, especialidad de la casa.
¿Cómo es este Chopin de Barenboim? No es fácil de explicar, más que en sus rasgos exteriores: de sonido más robusto de lo habitual, extraordinariamente matizado en la dinámica, la agógica (recurso muy frecuente, casi constante, al rubato, pero muy sutil, nada explícito salvo en los clímax más pronunciados) o en la variedad de ataques y de colores. Pero la expresión no es fácil de adjetivar: con una apariencia muy objetiva, nada caprichosa, seguramente predomina una punzante sensación de soledad y aislamiento (lo que ya ocurría en su grabación de los Nocturnos) y una proyección más adelantada a su tiempo que propia o tópicamente romántica. Me ha llamado la atención que, en muchos momentos se vienen a la mente otros compositores: Schumann, Liszt, incluso Bach, Beethoven, Debussy o Albéniz. Creo, en efecto, que, sobre todo en los últimos años, Barenboim parece querer poner de manifiesto, en muchas de las obras que toca, conexiones con otros compositores en las que no se suele reparar, y aquí me resulta bastante claro. En cualquier caso, ¡qué enorme artista del piano, también en Chopin!
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