El otro día, concretamente el 20 de marzo, subí al coche poco después de las 8 de la tarde, puse Radio Clásica y sonó, recién comenzado, un Primer Concierto de Beethoven. El pianista era un virtuoso-virtuoso, empeñado en dar las notas a toda mecha y con la mayor limpieza posible. La verdad es que lo lograba. Pero la MÚSICA no aparecía por parte alguna. La cadenza de Beethoven –la versión larga– fue una verdadera borrachera de velocidad. El movimiento lento mejoró un pelín, pero al solista no se le movió un pelo, el lirismo meditativo de este Largo no afloró en absoluto. A poco de empezar el tercer movimiento, que seguía los derroteros del primero, tuve que dejar el coche, sintiéndome frustrado por no haberme enterado de quiénes eran los intérpretes (es un decir). Dado que el director, muy flojo y en aparente sintonía con el pianista, parecía afín a los instrumentos originales, y que la orquesta sonaba bastante mal, pensé en un fortepianista (la dinámica se movía sólo entre mezzoforte y forte) con un instrumento no del todo horrible y un director corrientito de los muchos que dirigen con instrumentos auténticos de época. ¡Ya miraría en internet para descubrir quiénes habían perpetrado la ejecución (de interpretación, bien poco)!
Volví al coche a los pocos minutos, justo para escuchar los dos últimos minutos de la Consolación No. 3 de Liszt. Inspirada, poética, muy bella interpretación. No pude reprimir decirle a mi acompañante en el coche: “¡Jolín (o algo parecido más fuerte), qué diferencia de pianistas! ¡El que tocaba el Primero de Beethoven era un aporreateclados y este es un artista! Momentos después terminaba la pieza de Liszt y decía el locutor algo así: “Stefan Vladar acaba de interpretar la Tercera Consolación de Liszt, ofrecida como bis tras su Primer Concierto de Beethoven, con la Orquesta Ciudad de Granada dirigida por Salvador Mas”. Aluciné. Me quedé de piedra. El último disco que me compré de Vladar, hace pocos meses, las cuatro últimas colecciones (Opp. 116-119) de Brahms, son versiones admirables, de primer orden. Pues bien, su juvenil Beethoven me pareció una nulidad.
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