El primero de los dos conciertos que Claudio Abbado ofrece esta temporada en Ibermúsica (Auditorio Nacional, 24 de marzo de 2013) ha sido un programa muy breve: la Obertura Leonora III (se había anunciado una más corta aún: Las criaturas de Prometeo), la Sinfonía concertante de Haydn y la Sinfonía 33 de Mozart. La Leonora III fue una lectura impecable pero bastante insípida: ni la introducción fue lo debidamente sombría, ni exaltada y exultante la coda (que, por cierto, como casi única excentricidad, empezó, en el rápido dibujo de los violines, muy piano). El sonido de la disciplinadísima orquesta, muy parco en la cuerda grave, es muy poco beethoveniano.
Resulta curiosa la evolución de Abbado: tras llegar a ser uno de los más grandes directores del orbe en los años 70 (en un momento en que abundaban los gigantes), en los 80 comenzó (con intenciones, creo, muy comerciales) a imitar a Karajan en su suntuosidad y refinamiento excesivos, sin alcanzar casi nunca al modelo en sus mayores aciertos. Aun con logros aislados importantes, esa década y la siguiente bajó de categoría musical ostensiblemente, con patinazos tan evidentes como sus ciclos sinfónicos de Mendelssohn y Schubert, o el de Beethoven para Sony. Últimamente ha descubierto los instrumentos originales, aunque no para usarlos sino para imitar su sonoridad y los modos de muchos de sus abanderados, y aquí los dislates en música del XVIII están, para mi gusto, a la orden del día. En esta última manera se inscriben las interpretaciones de este concierto, aunque la de Beethoven fue bastante moderada.
Tras la obertura, Alfonso Aijón subió al escenario para anunciar que Abbado le había pedido un favor al que no podía negarse: dejar la Sinfonía concertante en manos de su asistente, Gustavo Gimeno. Supongo que ensayada por el maestro italiano, el español no dejó huella: la versión fue escasa en vitalidad y chispa, y le sobraron algunos contrastes dinámicos un poco excesivos. Los solistas, de la Orquesta Mozart (con sede en Bolonia), fueron el estupendo fagotista Guilhaume Santana, el magnífico oboísta onubense Lucas Macías (¡solista en la Orquesta del Concertgebouw!), el más que notable cellista Konstantin Pfiz y el para mí bastante insufrible violinista Gregory Ahss, de sonido y maneras rácanas al modo del Kremer más aquejado de raquitismo. O sea, cualquier cosa menos coherencia entre los solistas.
La segunda parte se componía sólo de la Sinfonía en Si bemol mayor K 319, que Abbado expuso con la meridiana claridad que le caracteriza (su técnica de batuta es, como siempre, asombrosa), con un carácter en exceso leve y un sonido de nuevo muy avaro en sonoridades graves; el Andante fue más bien un allegretto (parecía un episodio de divertimento), más anguloso que galante el minueto y algo más pimpante de la cuenta el finale, con algún momento relamidillo.
Pero lo más discutible –y para mi gusto, con mucho, lo peor– fue la propina: el bellísimo Entreacto III de Rosamunda. El tema del comienzo fue expuesto siempre en pp; hubo amaneramientos varios, con reguladores excesivos y asomos de ñoñería: un Schubert totalmente periclitado. Se salvó, no obstante, la sección central, gracias a las bellísimas sonoridades y a la musicalidad del oboe –Macías– y del clarinete –Maria Francesca Latella–. El mal gusto del grueso del público quedó claro: esto fue lo más aplaudido.
POSDATA:
Acabo de leer en "El País" la crítica a este concierto (y al siguiente, de ayer lunes) escrita por Juan Ángel Vela del Campo. He aquí algunas frases: (el Entreacto III) "nos hizo revivir a los de más edad su primer concierto madrileño en Ibermúsica con la Sinfónica de Londres en mayo de 1980, cuando interpretó también como propina este entreacto de una manera genial. Ahora el enfoque es distinto pero si me apuran aún más hechizante. Abbado consiguió anteayer que se nos saltasen las lágrimas. Tiene un estilo de hacer música sin comparación posible en la actualidad. Todo respira verdad, profundidad, cercanía".
¡Para que vean ustedes qué distintas formas hay de ver una misma interpretación!...