Aldo Shea contesta a un texto, que colgué en este blog el 6 de febrero de 2010, titulado “Mravinsky: ¿un director sobrevalorado?”. Comentario que he colgado y que dice, entre otras cosas: “Yo soy un convencido de que las composiciones de músicos rusos los que mejor las interpretan son las orquestas y directores rusos”. “De la misma manera para la música alemana o francesa; en ese aspecto Wilhelm Furtwängler manifestaba que ‘los músicos son hijos del paisaje’; es como cuando uno ve bailar el tango por un yanqui o europeo, nada que ver”.
Y me ha recordado de inmediato lo que hace años me dijo otro melómano, casi con las mismas palabras, sobre la música rusa. Al que acababa de decirle que mi versión favorita de la Sinfonía “Patética” era la de Bernstein en DG, que entonces llevaba poco tiempo publicada. Él me dijo que no la conocía, pero aun así sentenció que “solamente un director ruso podía hacer plena justicia a esa obra”. Discutimos largo y tendido, y yo le decía que puede que los directores españoles entiendan mejor que cualquier extranjero la música de Falla, por lo que tiene de inspiración en el folklore, pero que la música universal de Tchaikovsky, a la que sin duda pertenece la última partitura tchaikovskiana (y no estoy diciendo que la de Falla no sea universal, sino que esta suele ser más localista por sus raíces folklóricas), puede ser igualmente bien comprendida por un director alemán, norteamericano o japonés. Aquel amigo se negaba en redondo a que eso pudiera ser así, pero entonces yo le desafié diciéndole: “Te voy a grabar cuatro o cinco versiones, todas buenas, de la ‘Patética’, de las que unas serán rusas y otras no. Por supuesto, tendrás que averiguarme cuáles son rusas y cuáles extranjeras. ¿Qué te parece?” Por supuesto, no se atrevió a someterse a esa prueba.
Aldo Shea afirma también que “las orquestas profesionales tocan muy bien siguiendo la partitura, pero tomemos el caso de Tchaikovsky: las interpretaciones históricas norteamericanas después de la guerra, cuando surgieron muy buenas orquestas por el receso de Europa, eran un Tchaikovsky meloso, vulgar, poniendo énfasis en la melodía y el romanticismo, pero Tchaikovsky es trágico y lúgubre en ocasiones y aun en su hermosa música de ballet se nota una belleza con un resabio de tristeza”. Pero esto ya es otro asunto: muchos directores extranjeros podrán estar despistados haciendo ese Tchaikovsky empalagoso, etc., como también lo hace algún que otro ruso: eso, creo, tiene poco que ver con su nacionalidad o su origen.
Le podría poner multitud de ejemplos: el hindú Zubin Mehta suele dirigir maravillosamente Verdi y Puccini; el británico Barbirolli borda El Mar de Debussy, Otello de Verdi, Madama Butterfly de Puccini, Peer Gynt de Grieg, las Sinfonías de Sibelius o Pelleas y Melisande de Schoenberg. ¿Quién ha superado, después de Furtwängler el Brahms de Bernstein y de Giulini? ¿Quiénes son los más grandes intérpretes de las Sonatas de Beethoven sino dos hispanoamericanos: Arrau y Barenboim? ¿Qué alemán o austríaco se les acerca? ¡No, desde luego, Backhaus o Kempff! ¿Hacía falta que Celibidache fuese austríaco para dirigir así su excelso Bruckner? ¿Tuvo algún problema el norteamericano Lorin Maazel para hacer un Mahler y un Richard Strauss eminentes? ¿Superan los austríacos el Schubert del ucranio Sviatoslav Richter, de la ciudadana de Tiflis, Georgia, Elisabeth Leonskaja o del argentino Barenboim? ¿Hacía falta que Colin Davis fuese compatriota de Haydn para dirigirlo tan maravillosamente? ¿Quién interpreta mejor los Cuartetos de Beethoven, el Cuarteto Amadeus o el de Tokio? Etcétera, etcétera, etcétera.
No, no puedo estar de acuerdo con esa opinión de Aldo Shea.