Mozart es, después de Beethoven, el compositor al que Daniel Barenboim ha dedicado la mayor parte de su actividad. De él ha grabado todas sus obras pianísticas y numerosas páginas orquestales, así como las principales óperas (con la curiosa excepción de La flauta mágica, que sin embargo ha dirigido en teatro). Pero sus registros de las Sinfonías, solo de las doce últimas, se remontan a 1967-1970 (para EMI, con la English Chamber). Desde entonces, extrañamente, sólo ha hecho una "Júpiter" con la Orquesta de París (1984, ¡no en CD!) y, en DVD/Blu-ray, las núms. 35 "Haffner" y 36 "Linz" con la Filarmónica de Berlín (EuroArts 2006).
Sin embargo, en los últimos años ha tocado insistentemente las tres últimas Sinfonías con la Filarmónica de Viena, creo que también con la Staatskapelle Berlin y, ahora, con la West-Eastern Divan Orchestra. Así ocurrió el 28 de octubre en el Auditorio Manuel de Falla de Granada, al día siguiente en Málaga y el 31 en Ginebra, conciertos celebrados en memoria de Edward Said (Jerusalén 1935-Nueva York 2003), que hubiera cumplido ahora ochenta años, y con presencia de su viuda.
La expectación por escuchar estas tres obras cumbres a uno de los más grandes intérpretes mozartianos de que hay memoria era, lógicamente, muy grande. Las expectativas se vieron sobradamente cumplidas. Ajeno a las aportaciones de las versiones (no siempre interpretaciones) historicistas, Barenboim se inscribió de nuevo en la tradición de las más admiradas batutas mozartianas de las últimas décadas. Esto se apreció sobre todo en la Sinfonía 39, absolutamente canónica, en la que si acaso sobresalió el vigor y la exaltación del Allegro que sigue a una especialmente solemne y sombría introducción Adagio. El introspectivo Andante dio paso a un pujante minueto (cuyo trio no fue todo lo extático que puede resultar: véase la sublime lectura de Böhm en Viena) y a un fogoso e irresistible finale.
En la Sinfonía 40 Barenboim siguió a pie juntillas la indicación Molto allegro tan pocas veces atendida, pues resulta en extremo difícil dotar al movimiento de su tremendo pathos con ese tempo. Cuando se logra, como ocurrió esa noche, el efecto es demoledor. Doliente Andante, intenso minueto y angustioso, hiperdramático Allegro assai. Es la interpretación más arrebatadora y genial que recuerdo de esta Sinfonía en Sol menor que Mozart, en palabras de un importante musicólogo francés, "parece haber escrito no con tinta, sino con su propia sangre".
Quizá no tan personal y radical como la 40 pero más que la 39, la 41 "Júpiter" destacó por la grandeza y el entusiasmo con que sonó su Allegro vivace, mientras que en el sombrío Andante cantabile el director hizo, extrañamente, tocar a los violines con sordina -experimento que no me convenció-. Pero lo más llamativo de la versión fue la asombrosa claridad con que expuso la enorme complejidad contrapuntística del finale, en el que hizo las repeticiones hasta desplazar hacia él el centro de gravedad de la obra. Claridad que no ocultó una acentuada y singular ambivalencia expresiva: sonó triunfal pero no exento de un palpable sentimiento trágico.
La Orquesta del Diván, ni escuálida ni demasiado nutrida, volvió a demostrar extraordinaria precisión, tersura y flexibilidad en sus cuerdas (que no impidió dos o tres desajustes en el movimiento inicial de la 39), una asombrosa capacidad de matización en sus maderas y un admirable empaste de trompetas y timbales. Aunque la cadena de televisión Classica ha transmitido el concierto de Ginebra, al parecer la acústica de la sala (cuyo techo fue pintado por Miquel Barceló) es muy problemática. Sería una lástima que no quedase un documento bien grabado (¡mejor, filmado!) de estas apasionantes interpretaciones.
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