Prokofiev por Batiashvili y Nézet-Séguin. También DG acaba de publicar un disco con los dos Conciertos para violín de Prokofiev, que se completa con la Danza de los caballeros de Romeo y Julieta, el Gran Vals de Cinderella y la Marcha de El amor de las tres naranjas. Son sus intérpretes Lisa Batiashvili y la Orquesta de Cámara de Europa dirigida por Yannick Nézet-Séguin. No solo la sensacional violinista georgiana (Tiflis, 1979) impone su estratosférica categoría (que solo, que yo sepa, se eclipsó totalmente en su grabación del Concierto de Brahms con un no menos desafortunado Thielemann), sino que, por suerte, su acompañante, Yannick (así parece que se le conoce en el mundillo musical), ha dado esta vez también en la diana.
Mi amigo Fernando López Vargas Machuca, aun elogiando mucho este disco, le pone en su blog "Ya nos queda un día menos" ciertas pegas a la batuta. Por una vez no estoy del todo de acuerdo con él. Me decía: yo le pondría un 10 a ella y un 8 a él. Pues bien, yo le mantendría el 10 a ella y a Yannick le daría un 9,5 o un 10 en el Primer Concierto y un 9 en el Segundo. Ella destaca en todo y por todo, pero lo que la hace única (sí, la más destacada de cuantos violinistas he escuchado en estos Conciertos) es su lirismo (¡tan presente en estas obras, y no solo en los movimientos lentos!), absolutamente envolvente, irresistible, y un sonido que en la zona aguda no tiene parangón por su extraordinaria belleza. Las posibles reservas frente a la batuta pueden deberse a que Yannick ofrece un Prokofiev especialmente lúdico e incisivo -sin llegar a la dureza-, pero a mí esto no me molesta en estas obras; es una opción más, que me parece muy oportuna (aunque, por supuesto, no la única posible). Lo que sí se puede afirmar rotundamente es que, sobre todo el Primer Concierto, nunca que yo sepa ha sido analizado con tal pulcritud y claridad instrumental, hasta el punto de que se oyen varias texturas nuevas. Maravillosa la Orquesta, y sensacional la grabación, incluso para los estándares actuales. Las tres piezas de relleno tienen para mí menos interés: aunque están divinamente tocadas, creo que las orquestaciones -de Tamás Batiashvili, parece ser que el padre de la solista- no mejoran en nada las versiones originales, para orquesta sola.
Si echo un vistazo a las grabaciones que ya tenía, entre las cuales hay más de media docena extraordinarias, concluyo que estos están entre los conciertos para violín con mayor suerte discográfica: por orden cronológico, Stern con Mitropulos y Bernstein, Chung con Previn, Perlman con Rozhdestvensky, Mintz con Abbado, Vengerov con Rostropovich (acaso la otra opción irrenunciable) y Shaham con Previn para los dos. Para el Primero, también Mutter/Rostropovich, y para el Segundo, así mismo Milstein/Frühbeck, Szeryng/Rozhdestvensky, Mullova/Previn, Perlman/Barenboim y Jansen/Jurowski.
Michael Barenboim graba Tartini, Paganini, Sciarrino y
Berio. El concertino de la Orquesta
del West-Eastern Divan Orchestra fue recibido en sus comienzos como solista por
varios críticos un tanto miopes con indisimulada frialdad y aires despectivos
como "el hijo de Daniel Barenboim". Pues bien, tras unos cuantos años
de carrera se ha significado como valiente y lúcido intérprete de muchas de las
obras más difíciles y esquivas del repertorio del siglo XX, desde el Concierto de Schoenberg y la Sonata de Bartók al Concierto de Ligeti o Anthèmes
II de Boulez. Sin por ello olvidar el siempre comprometidísimo Concierto de Beethoven, que pudo
escuchársele en Madrid de modo ejemplar con la Sinfónica de la Radio Bávara y Lorin
Maazel. Hoy ha debutado ya con orquestas como las Filarmónicas de Viena, Múnich
o Berlín y la Sinfónica de Chicago, y con batutas como las de Pierre Boulez o Zubin
Mehta, además de con su padre. Con esto basta para descartar que sea un
violinista más.
En este segundo disco suyo
para el sello Accentus (en el anterior figuraban Bach, Bartók y Boulez) vuelve
a afrontar grandes y muy variados retos, mirando a la Italia de los siglos
XVIII, XIX y XX. Los 6 Caprichos
(1976) de Salvatore Sciarrino (n. 1947) son piezas de vanguardia que podrían
calificarse de extrema, que extraen del violín posibilidades ciertamente
insólitas, lo que puede también decirse de la Sequenza VIII de Luciano Berio (1925-2003), compuesta un año más
tarde. En ambas obras no solo despliega el violinista un mecanismo deslumbrante
y con tintes demoníacos, sino una variedad de colores asombrosa y una fuerte
intensidad pasional. También posee elementos demoníacos, claro está, la
impresionante Sonata Il trillo del
diavolo de Giuseppe Tartini (1692-1770), compuesta hacia mediados del siglo
XVIII, que aquí se interpreta sin el clave (o el piano) que suele acompañar (acompañar solamente, sí) al violín.
Michael Barenboim, en una interpretación fantástica e hipnótica, la muestra
como un antecedente clarísimo de Paganini, del mejor Paganini.
De este mítico virtuoso ha
seleccionado seis Caprichos
(publicados entre 1801 y 1807), en los que su mecanismo es impactante, pero no
parece que demostrarlo sea lo que más le motiva a interpretarlos, pues sus
versiones tienen una inventiva y una personalidad que me han traído a la
memoria la singular grabación de Julia Fischer (Decca, 2010): una y otro
parecen apartarse conscientemente de sus ilustres colegas, de Michael Rabin a
Perlman, Accardo, Mintz, Midori, Malikian o Markov, quienes, pese a su
indudable musicalidad. parecen movidos ante todo por la exhibición pirotécnica.
Con Michael Barenboim (París, 1985) estamos ante un violinista ya maduro,
consumado y sensato pero nada convencional.