Giordani, Meade, Furlanetto, Hvorostovsky
Ernani (1844) es, con diferencia, la mejor ópera de
Verdi de las nueve anteriores a Macbeth (1847). Se representa menos de
lo que merece a causa de que exige cuatro voces de primer orden: dramáticas,
resistentes, verdianas en todo el sentido que se suele asociar a este adjetivo.
Deben además dominr el estilo belcantista y aguantar un drama, una tragedia que
apnas les deja descansar. El Metropolitan neoyorkino ha transmitido una función
de 2012 en la que se ha hecho casi todo lo que era posible para reunir un
reparto capaz. Se consiguió en parte, pero en mi opinión falló sobre todo por
el papel titular, pues el tenor Marcello Giordani (1963-2019) no poseía las
cualidades mínimas necesarias, sobre todo por carencias técnicas, ya que la
voz, más lírica de lo necesario, era de considerable calidad tímbrica. Pero lo
tres restantes protagonistas dieron, o casi, la talla exigible. En primer lugar
la intérprete de Elvira, la soprano Angela Meade, lírica ancha con metal y
buenos agudos, e incluso con notable agilidad (solo los trinos me gustaron algo
menos). ¿Quién decía que no hay ningún tipo de voces verdianas? Sopranos, desde
luego, no faltan: Netrebko y Harteros encabezan una lista de en torno a una
decena de nombres como mínimo muy competentes.
Carlo lo encarnó el también malogrado Dmitri Hvorostovsky
(1962-2017), un barítono más lírico que dramático, pero que, tras una entrada
algo débil, se sobrepone en muchos momentos clave de la ópera, con un legato
particularmente admirable; en el debe, algunos sonidos engolados o poco canónicos.
E impresionante Ferruccio Furlanetto como Silva: pese a su edad (63) en muy
buena forma, con un timbre negro ideal para este siniestro personaje y,
como casi siempre, un intérprete excepcional.
Correcta la batuta de Marco Armiliato, que empezó algo
distante, pero llegó a alcanzar instantes de bastante temperatura; en cualquier
caso, es una ópera que merece un gran director, capaz de crear un
ambiente oscuro y torvo y de generar gran potencia trágica. Irreprochable la
escena, tradicional, de Pier Luigi Samaritani.
Westbroek y poco más
Estrenada en Turín en 1914, Francesca da Rimini es,
junto a Giulietta e Romeo (1922), la única ópera de las trece compuestas
por Riccardo Zandonai (1883-1944) que de vez en cuando sube a los escenarios. Pese
a que la historia, de D’Annunzio basada en la Divina Comedia, es muy golosa,
solo puede verse representada de vez en cuando, y ello ha ocurrido gracias a que
ha sido vehículo de lucimiento para algunos famosos cantantes: Renata Scotto,
Magda Olivero o Raina Kabaivanska entre las Francescas y Mario del Monaco o
Plácido Domingo entre los Paolos; porque son dos papeles extremadamente
difíciles, sobre todo por su tirante tesitura. En mi opinión, esta ópera del
principal discípulo de Mascagni es una prueba más del agotamiento en las
primeras décadas del siglo XX de la hasta entonces ilustre escuela operística
italiana, período del que solo se salva como verdaderamente grande
Giacomo Puccini, estrictamente en el primer cuarto de la centuria. Será difícil
recordar una sola melodía realmente inspirada de esta ópera totalmente tradicional,
aunque con veleidades un tanto impresionistas (se salva en parte el dúo de los
dos protagonistas en el acto III), con mucho más ruido que nueces. Un lustro
posterior a Elektra, está situada cronológicamente tras Der
Rosenkavalier, Die Brautwahl de Busoni y La vida breve por un lado, y
poco antes de Le Rossignol de Stravinsky Ariadne auf Naxos. Lo
más salvable de Zandonai puede que sea su refinada paleta orquestal.
La versión de 2013 en el Met contó con una protagonista en
su mejor momento: la soprano cuasi dramática holandesa Eva-Maria Westbroek (n.
1970), que supera airosamente las grandes dificultades de su parte y saca de
ella el mayor provecho. No puede decirse lo mismo de Marcello Giordani,
irregular y a menudo desgañitado. Tampoco el rudo barítono Mark Delavan puede salvar
el papel de Gianciotto. El tenor Robert Brubaker aborda el breve y difícil rol
del resentido Malatestino con escaso acierto. El nivel en los papeles
secundarios es desigual. Marco Armiliato hizo esforzadamente lo que pudo con
esta partitura de la que no parece posible extraer gran cosa. Los muy bonitos
decorados son lo más relevante de la escena a cargo del actor y director
cinematográfico Piero Faggioni.