Algún tiempo después de llegar a la titularidad de la Orquesta Filarmónica de Berlín, tanto a Claudio Abbado como a Simon Rattle les ha atacado el “síndrome Karajan”, que consiste en copiar del gran maestro de la batuta que hizo mundialmente famosa a la Filarmónica de Berlín algunas de sus características exteriores, y concretamente las menos dignas de ser imitadas: la atención prioritaria al sonido como fin en sí mismo, que convierte a algunas de sus interpretaciones en mera fachada, bonita y apabullante, pero con menor trasfondo o contenido.
Naturalmente, las genialidades de Karajan son mucho más difíciles –por no decir imposibles– de imitar.
Esto que digo se puede comprobar en no pocos discos –grabados en estudio o en público, siempre con la orquesta berlinesa– del italiano y del británico. Por ejemplo, en las Sinfonías de Beethoven de ambos, en las de Brahms o en algunas de Mahler.
El 23 de febrero de 2010, en el concierto conmemorativo del 40º aniversario de Ibermúsica, en el Auditorio de Madrid, eso resultó muy patente en la Segunda Sinfonía de Brahms con que cerró el programa el actual titular. Un pulimento sonoro excesivo, hasta alejarse de la sonoridad que siempre se atribuye al compositor de Hamburgo, unos pianissimi extremos, que tampoco le cuadran, frases de una dulzura que roza el empalago y el amaneramiento... Todo ello contrapuesto a la mayor brillantez en los fortissimi, por descontado. Caminos, además de erróneos, los más fáciles para obtener el aplauso de los menos enterados o exigentes: comercialidad, en suma.
En el Preludio I de Los maestros cantores de Wagner que abrió el programa, sin embargo, no me pareció que Rattle imitase a Karajan, pero el lenguaje resultó más ajeno aún a Wagner, con rutina disimulada por “hallazgos” que casi siempre sonaban fuera de lugar; también abundó la excesiva blandura y una inocultable falta de compromiso con el sentido de la música.
Entre éste y la página brahmsiana, Rattle ofreció una interpretación memorable de la Sinfonía de cámara nº 1 de Schönberg, con gran orquesta, que indagó en la vertiente posromántica y preexpresionista de la obra, acercándola al mundo de, por ejemplo, su Pelleas und Melisande: una opción al menos tan acertada como la que suele adoptar Boulez, de presentarla como antecedente de trabajos posteriores, más digamos “intelectuales”. En esta pieza es, además, donde la prodigiosa orquesta dio lo mejor de sí.
Una vez más se aprecia la excelente sintonía de Rattle con casi toda la música del siglo XX, y la mucho menor con la del siglo anterior. Creo que buena parte del repertorio que constituye la base de la tradición de la Filarmónica berlinesa no se le da bien al británico: ¿era, de veras, el director titular más adecuado y capaz? Obviamente, no.
Tampoco quiero dejar de señalar la incoherencia de que, tanto Abbado como Rattle, que tanto coquetean en sus interpretaciones de música del XVIII con las sonoridades ásperas y ácidas de los instrumentos “originales”, hacen lo opuesto con la música del XIX: suelen endulzarla hasta el empalago.
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