Dos conciertos con la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigidos por dos de los más conocidos directores del ámbito de los instrumentos “originales” han llegado en DVD últimamente a mi poder.Uno de Trevor Pinnock data de octubre de 2008 y otro de Ton Koopman, de enero de 2010. Son dos grandes músicos, nadie lo duda, que, aunque sean bastante desiguales en su extensa discografía (sobre todo el holandés), tienen en su haber no pocos logros de gran calibre interpretativo.
Ahora bien, escucharlos al frente de la Filarmónica de Berlín en músicas del XVIII encierra sus sorpresas... Por de pronto, el inglés se aprovecha, por así decirlo, de las cualidades de la grandiosa orquesta alemana y no intenta forzar sus maneras en su programa Mozart. No hace, como es natural, versiones “a la romántica”, no abusa, claro está, del vibrato de las cuerdas, pero no intenta cambiar los modos en los que suele desenvolverse la orquesta. Creo que es una actitud muy acertada. Y, lo que es más importante, obtiene unas versiones espléndidas, que en el caso de la Sinfonía 25 se aproximan a lo fenomenal (lástima un “Andante” un poquito frío). Pero es que de la enjundiosísima No. 40 (la única otra de Mozart en Sol menor) sale más que bien parado, lo que constituye gran mérito: una versión sobria, intensa, bastante dramática y muy bien analizada y expuesta. Entre una y otra, el Concierto No. 9, K 271, con una Maria Joao Pires muy musical, pulcra, delicada que “canta” con mucho gusto... pero que parece asustarse de los abismos a los que a veces se asoma Mozart en él: si comienza a salirle una frase densa, oscura o tenebrosa, rápidamente se escapa y vuelve a la “formalidad”. O sea, que sin irritar por su proximidad a la frivolidad en esta ocasión (a diferencia de muchas otras), tampoco toca fondo, ni mucho menos, y queda bastante atrás con respecto a la admirable dirección del clavecinista Pinnock.
Koopman, el gran organista holandés, intenta cambiar bastante más la sonoridad y la forma de articular de la orquesta, pero -menos mal- sin llegar a caer en fundamentalismos. De todas maneras, la Suite orquestal No. 3 de Bach suena a ratos demasiado radical, si bien no curiosamente donde más en el Aria, tan proclive a lecturas “románticas”, sino sobre todo en la fuga de la Obertura, velocísima hasta lo insensato. Soberbio el Motete “Lobet den Herrn” con el admirable Coro de cámara RIAS y algo seco, pero enérgico y vibrante el Magnificat (con solistas más bien flojitos, salvo la mezzo Ingeborg Danz y el tenor Werner Güra, francamente buenos. Mal, en cambio, el supuestamente bajo Klaus Mertens).
Lo mejor del concierto fue, sin duda, la Sinfonía No. 98 de Haydn (una de las mejores de cuantas carecen de nombre), de una increíble y contagiosa vivacidad. Que, por otra parte, no me parece especialmente novedosa, pues recuerda no poco al mejor Marriner (y que, por tanto, orilla algunos de los valores más indiscutibles de esta obra, como la fuerza y la energía que la caracterizan en mis versiones discográficas preferidas: Klemperer, Colin Davis, Leppard o Solti). Un detalle: Haydn prescribe en la coda del último movimiento un solo de clavecín (instrumento ya casi en desuso en 1792), pero Koopman lo sustituye, de forma inexplicable, por un órgano de cámara (¿?). Creo que así queda menos bien; pero bueno, no deja de ser un detalle casi insignificante.
(Un apunte final: Mor Biron, fagot de la Orquesta del West-Eastern Divan desde hace cuatro o cinco años, está ya felizmente incorporado a la Filarmónica de Berlín, al igual que, algún tiempo antes, su compañero el contrabajista Nabil Shehata).
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