No pude escuchar El oro del Rin de La Scala (23 de mayo de 2010) en el cine, pero sí posteriormente en la grabación de la retransmisión de “Mezzo” (con subtítulos en francés), con mejor sonido, según todos los testimonios, que en las salas de proyección.
En este comienzo de la Tetralogía que Barenboim tiene previsto ofrecer en el coliseo milanés ha habido varias cosas que me han llamado la atención: la extraña escena de Guy Cassiers, que pone en juego bailarines casi todo el tiempo, el magnífico y casi sin fisuras (sólo una) elenco de voces, y la admirable, sorprendente actuación de una orquesta tan poco wagneriana como la del famoso teatro. De la excelencia de la dirección de Barenboim no me he extrañado, por supuesto: me habría extrañado de no haber sido excelente.
Empecemos por ella: comparándola con su famosa grabación de Bayreuth (CDs Teldec y DVDs Warner, con la formidable escena de Harry Kupfer: por cierto ¿cuándo en Blu-Ray?), la de Milán presenta una orquesta, por descontado, menos adecuada y menos buena, pero de la que, en todo caso, se consigue una respuesta bastante asombrosa –sólo alguna reserva momentánea aquí y allá–. Lo que sí asombra por completo es cómo Barenboim consigue superar las limitaciones del conjunto para lograr plenamente un colorido orquestal al cual convierte en vehículo necesario para la expresión, para la creación de atmósferas en extremo sugerentes. Al contrario que algún que otro crítico, opino que el director bonaerense posee un desarrolladísimo sentido del color orquestal y pianístico (opinión que ha expresado con claridad Dietrich Fischer-Dieskau), si bien, claro está, no igual de certero en todos los repertorios.
Por otro lado, a la rudeza y aspereza sonora (intencionada), de colores como elementales y primitivos, ancestrales, descarnados de Bayreuth (cuestión en la que es claro heredero de Solti, cuya Tetralogía para Decca no deja de agigantarse con el tiempo) añade aquí una mayor pasión y, en determinados momentos, cólera y rebeldía, así como un sentido teatral (más que dramático, ya presente antes) aún más desarrollado.
Esta vez –cosa rara en Italia– no ha habido ese día ningún abucheo, del que hubo algún amago hasta en el glorioso Tristán con el que Barenboim arribó a Milán.
Sobre la escena apenas voy a opinar, sobre todo porque no he podido atenderla (no lo he visto todo el tiempo, sino sólo escuchado). La chocante presencia de bailarines –que a veces distraen de la atención que debemos centrar en los personajes– no me parece desacertada en la escena del Nibelheim, pues ayuda a ahorrarse complicadas, aparatosas y caras soluciones escénicas curiosamente bien resueltas con el concurso de los danzantes.
René Pape quizá no ha tenido tiempo de profundizar todo lo debido el complejo papel de Wotan, pero creo que no va a tardar en ser el mejor dios supremo wagneriano de los últimos cuarenta años, tal es la belleza e igualdad de su voz y su magistral línea de canto, que le permite incluso apianar sin problemas. No tiene aún, es cierto, la autoridad y el carisma de Hotter o de Tomlinson (éste un cantante mucho más tosco), pero hay que cifrar en él tantas o más esperanzas que en ningún otro bajo o barítono-bajo desde hace décadas.
La mayor sorpresa para mí ha sido el sensacional Stephan Rügamer, un tenor al que siempre había escuchado antes en papeles mucho menores: no sólo posee una agradable voz de tenor lírico manejada con un dominio casi absoluto, sino que hace del astuto Loge toda una creación interpretativa y escénica, demostrando además que es un papel que se puede cantar sin necesidad de tener una voz tan poco grata como las de Stolze o Graham Clark (los tenores dramáticos, casi siempre venidos a menos, no me gustan para este papel). Para mí, simplemente el Loge más extraordinario que he escuchado hasta la fecha.
Otro tanto, y virtudes muy parecidas, aplicaría al Alberich de Johannes Martin Kränzle, que posee una materia prima espléndida de bajo-barítono y canta muy bien. Me ha convencido de que el lúbrico y ambicioso nibelungo no tiene por qué ser un cantante-actor histriónico (siguiendo la línea que va de Neidlinger a Von Kannen). ¡Sensacional!
Muy buenas la Fricka de Doris Soffel (a la que un energúmeno abucheó: seguramente un ajuste de cuentas personal) y la Erda de la imponente Anna Larsson, un poco menos buena, pero suficiente la Freia de Anna Samuil, estupendo en todo el Mime de Wolfgang Ablinger-Sperrhacke (nada que envidiar a los mejores que podamos recordar), bien tanto Froh (Marco Jentzsch) como Donner (Jan Buchwald), soberbio el Fasolt de Kwangchul Youn –robusto y de una pieza, ejemplarmente cantado– y bastante verde el Fafner del demasiado joven para cantar de bajo-bajo Timo Riihonen (¿fue una sustitución de última hora? Lo digo porque es el único lunar del reparto).
Espléndidas, lujosas, finalmente, las tres hijas del Rin, con al menos dos nombres muy estimables (Gortsevskaya y Prudenskaya).
Muy atentos a las jornadas sucesivas de este Anillo, en las que se contará, previsiblemente, con dos cantantes muy importantes: el superpujante Simon O’Neill para Siegmund y la maravillosa Nina Stemme para Brünnhilde. Pero ¿quién será Siegfried?...
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