Copland, Rolf Wallin y Beethoven
El estadounidense (Santa
Mónica, California, 1958) David Robertson dirigió anoche, 9 de febrero, por
primera vez para Ibermúsica (esta noche lo hará de nuevo) al frente de la
Orquesta de la que es titular desde 2004, la St. Louis Symphony. Fue un concierto
destacado y agradable, pues la Orquesta es disciplinada y poco personal, pero más
que competente; lo más endeble me parecieron las trompetas y los contrabajos,
mientras contaba con solistas espléndidos como el primer flauta, el primer
clarinete y la primera oboe. La suite de Appalachian
Spring de Copland (Manantial de los
Apalaches, según el autor de las notas, Carlos de Matesanz, y no Primavera Apalache como se suele
traducir) recibió una lectura muy adecuada desde el punto de vista ambiental o
evocador de los paisajes. Me parece una pieza con páginas felices que no se
libra de alguna vulgaridad. Me pregunto si Kussevitzky, Ormandy, Bernstein,
Dorati, Mehta o Tilson Thomas se hubiesen ocupado de llevarla al disco de haber
sido compuesta por un español (Óscar Esplá, Rodolfo Halffter o algún otro): creo
que no. Además, Copland tiene en su haber música mucho mejor (el Concierto para clarinete, por poner un
solo ejemplo).
El sensacional trompetista
sueco Hakan Hardenberger (n. 1961) tocó luego Fisher King, concierto del noruego Rolf Wallin (n. 1957) compuesto
en 2011 y dedicado al solista que lo tocó anoche, con enorme solvencia,
valiéndose de dos trompetas de diferentes tamaños y multitud de sordinas y
otros artilugios. Es una obra que, al menos en una primera audición, resulta algo
fatigosa (dura media hora) y farragosa, difícil de seguir y de una orquestación
quizá aquí y allá en exceso frondosa. Wallin estaba presente en el patio de
butacas y, al localizarlo, Robertson bajó de un gran salto y lo aupó al
escenario.
No estaba yo muy animado para
la segunda parte, y sin embargo Robertson y sus músicos ofrecieron una Séptima Sinfonía de Beethoven más que
apañada: sensata, sin buscarle tres pies al gato y, sobre todo, muy vibrante,
entusiástica y de vitalidad contagiosa. Sigo pensando que el Allegretto gana mucho si se toca como Andante, como suelen hacer los más grandes directores
beethovenianos (lo que no ocurrió ayer). El trio
del scherzo tuvo curiosos toques
humorísticos. Y el finale, que empezó
muy lúdico, fue cobrando más y más vigor en una visión -acertada, para mi
gusto, aunque por supuesto caben otros enfoques- no poco orgiástica. Tras los
insistentes aplausos, el simpático y comunicativo Robertson tuvo el detalle de
preguntar al público, en español, si podían tocar algo más, a lo que todos
dijimos al unísono: "¡¡Sí!!". Hicieron, con un sentido muy español,
la Danza ritual del fuego de El amor brujo, muy bien tocada además:
un buen detalle el de preparársela.
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