Me llega ahora un disco de datos
-con calidad técnica excepcional, casi casi de blu-ray- conteniendo un
concierto que tuvo lugar en el Teatro Colón de Buenos Aires en agosto de 2015,
con la Orquesta del West-Eastern Divan y su director Daniel Barenboim; no es
tarde si la dicha es buena. Comenzó el programa con el Concierto No. 2
de Beethoven en las manos de una Martha Argerich un tanto desconcertante, pues
se dejó llevar más de la cuenta por las prisas y el virtuosismo en los
movimientos extremos, mientras en el lento se calmó y resultó de una altísima
poesía. Lo que sigue siendo asombroso es la limpieza y diafanidad de su
ejecución, tan admirables como en su años jóvenes. No deja de llamarme la
atención cómo Barenboim no suele ser capaz de influir sobre ella: la
discrepancia entre, por ejemplo, la introducción del primer movimiento y la
parte solista no deja de sorprender, aunque, curiosamente, puede ser vista como
una oposición entre ambas partes, la orquestal y la pianística, que no tiene por
qué quedar mal.
Como propina, tocaron en dos
pianos el precioso Bailecito de Carlos Guastavino (1912-2000), en recuerdo
de la pianista de Buenos Aires Pía Sebastiani, amiga de ambos, que había muerto
pocos días antes. Pidieron, y el público lo cumplió al pie de la letra, que no
se aplaudiera.
Una Cuarta de
Tchaikovsky arrebatadora. Y una grata sorpresa
La segunda parte constó de una Cuarta
Sinfonía de Tchaikovsky verdaderamente antológica, lo que me llena de
satisfacción, porque -además de las grabaciones de audio- Barenboim tiene
filmadas comercialmente dos veces la Quinta y una la “Patética”,
pero no, extrañamente, la Cuarta. Si esas dos últimas sinfonías del ruso
son versiones soberbias, esta Cuarta lo es, creo, aún más. Su temperatura
emocional fue altísima, arrolladora, irresistible. La planificación del primer
movimiento es la más sabio y convincente que he escuchado jamás; el Andantino,
llevado algo más aprisa de lo habitual, fue de un dolor lacerante. El Scherzo
sobrepasa de lejos todo lo escuchado: el juego agógico y dinámico de los pizzicati
es alucinante, y ni las mejores orquestas del mundo lo han tocado tan increíblemente
bien; oír para creer. El Allegro con fuoco fue de una alegría salvaje, y
demoledora la súbita irrupción del motivo trágico, fatal, del primer movimiento.
Y la coda, enloquecida: la “alegría de los demás” a la que se refería el
compositor se mezcla irremisiblemente con la desesperación de no poderla alcanzar
él mismo. La actuación de la Orquesta es de no dar crédito: no solo sus
solistas -trompa, fagot, oboe, clarinete, flauta: este el invitado Mathieu
Dufour, solista antes de la Sinfónica de Chicago y ahora de la Filarmónica de
Berlín-, sino todos y cada uno de los grupos, con una mención especial para los
violonchelos y ls trompas. Al terminar la Sinfonía, la reacción del público fue
delirante, descomunal. Creo que, tras esta Op. 36 de Tchaikovsky, la
propina -un sentido Vals triste de Sibelius- fue innecesaria, y hasta
inconveniente.
Pero aún quedaba una sorpresa:
Barenboim anunció que se hallaba allí el joven (26 años) y brillante Lahav
Shani (entonces, hace un lustro, yo ni había oído hablar de él), y le cedió
la batuta para que dirigiese la Obertura de Ruslan y Ludmila de Glinka:
fue una versión rutilante, electrizante. Desde entonces, Shani, magnífico pianista
también, no ha hecho sino subir como la espuma. Ya he hablado de él en varias
ocasiones desde este blog. (El verano anterior Argerich, Barenboim y Les
Luthiers hacían allí mismo, en el Colón, una versión curiosísima del Carnaval
de los animales de Saint-Saëns: varios fragmentos pueden verse en YouTube.
No comprendo cómo esa versión no se ha comercializado en vídeo. Promete ser
divertidísima).
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