domingo, 22 de noviembre de 2020

Richard Strauss en sesenta años de historia de la música (V)

 

Renacer en el ocaso 

En estos últimos años, tras el alumbramiento de Capriccio, sin duda su ópera más bella al menos desde Arabella, quizá desde La mujer sin sombra, la inspiración y la actividad creadora de Strauss renacieron en obras para orquesta reducida, de aspecto sencillo, tan hermosas como inspiradas: el Concierto para trompa No. 2 (1942), las Sonatinas para viento No. 1 (1943) y No. 2 (1945), Metamorfosis (1945), el Concierto para oboe (1945, rev. 1948), el Dúo-concertino (1947) y los Cuatro últimos lieder (1948), a los que Federico Sopeña denominó “el último y más bello canto de cisne del romanticismo”. E incluso pensó en algunos proyectos que no llegó a realizar, como un concierto para violín “bruckneriano”, según sus propias palabras. En todas estas obras, salvo en la abiertamente agónica Metamorfosis (1945), se trasluce el alejamiento y aislamiento de Strauss del inmenso conflicto que atenazaba al mundo, y su voluntario encierro en un universo íntimo, dolorido y serenamente desolado. 

Sus relaciones con el régimen se habían ido volviendo poco a poco cada vez más tensas: si en un principio sólo se le permitía desplazarse a Suiza, a partir de 1943 se le impidió salir de territorio germano, y en 1944 les fue prohibido a los miembros del partido “el trato personal” con él. Los festejos para celebrar su octogésimo aniversario fueron en principio suspendidos, pero más tarde tolerados gracias a la intervención del genial director Wilhelm Furtwängler; con todo, a la prensa sólo se le permitió alabar las obras de Strauss, no su personalidad.

En Dresde asistió, con motivo de este cumpleaños, a la interpretación de varias obras suyas, acto durante el cual se produjo un bombardeo, que soportó sin pestañear. Por estas fechas grabó con la Orquesta Filarmónica de Viena la mayor parte de su obra sinfónica: algunos de los registros desaparecieron con las últimas bombas. Cuando su casa de Garmisch fue parcialmente ocupada para alojamiento forzoso de tropas, un miembro poco relevante del partido contestó a las quejas del anciano compositor, que veía invadido su estudio: “¡Han rodado cabezas más ilustres que la suya!”

 

El final de una larga vida

Al terminar la guerra se trasladó a Suiza: primero a Baden (Aargau), junto a Zúrich, y luego a Montreux. A sus 83 años se desplazó a Londres para dirigir, por invitación de su colega Sir Thomas Beecham. Pese a que a un periodista que le preguntó por sus proyectos le contestó “¡Por Dios! ¡Sólo morir!”, aún dirigió un concierto con obras suyas, compuso algunas páginas e incluso proyectó un poema sinfónico, Danubio, para dedicarlo a la Filarmónica de Viena por su centenario.

En diciembre de 1948 fue sometido a una operación y en 1949, para celebrar su 85º cumpleaños, volvió a Alemania, quedándose en Garmisch con su familia. A finales de agosto sufrió varios ataques cardíacos, del último de los cuales no pudo reponerse: murió el 8 de septiembre de 1949. Su cuerpo fue incinerado en Múnich tres días después. En la ceremonia fúnebre se interpretó, cumpliendo su voluntad expresada mucho tiempo atrás, el trío final de El caballero de la rosa. Dirigidas por un joven maestro que se haría célebre, Georg Solti, las cantantes, anegadas en llanto, no  pudieron terminar de cantarlo.

 

Personalidad

Su aspecto era el de un “gran señor”. De elevada estatura y figura elegante, distinguida, su carácter era algo arrogante y orgulloso. Aunque en el trato con los amigos era sencillo, afable y familiar, a los extraños les resultaba altivo, digno, distante.

Era Strauss, en realidad, persona sencilla y complicada a un tiempo: de fino sentido del humor y de temperamento sensitivo, razonable e intuitivo, formalista e imaginativo. No sólo no era creyente, sino radicalmente anticlerical y ateo declarado. Vital, pragmático y epicúreo, fue también ambicioso y de pocos escrúpulos. Pero ello no le impidió ser generoso, especialmente con los jóvenes talentos musicales, ni luchar por la justicia en lo que se refiere a los derechos de sus colegas, tanto defendiendo a sus contemporáneos como velando por la memoria de los ya desaparecidos.

Por lo demás su vida transcurrió, a diferencia de tantos compositores románticos y de otros anteriores y posteriores, sin importantes acontecimientos “interiores”, o al menos Strauss los supo ocultar cuidadosamente en una vida de apariencia por completo apacible. Se ha señalado a este respecto una curiosa paradoja: el compositor, de cuya vida íntima apenas nada ha trascendido –tampoco escribió diario ni autobiografía– ha sido uno de los que más han tratado en su música explícitamente de sí mismo y de su familia: ahí están, por ejemplo, Vida de héroe, la Sinfonía Doméstica e Intermezzo.

Fue un hombre muy afortunado: sus formidables dotes como compositor le permitieron el dominio absoluto de la técnica en muy pocos años; desde muy joven se reveló como un extraordinario director de orquesta, y demostró un poder de asimilación cultural, en especial literaria, poco común. Además dispuso de todas las facilidades, no sólo materiales –nunca conoció la escasez– sino de todo orden, que le permitieron darse a conocer desde el principio. Así, cuando contaba 16 años se estrenó su primera sinfonía; el estreno de la segunda en Nueva York llevó su nombre, a sus 20 años, hasta el nuevo continente; Don Juan le hizo famoso en el mundo musical cuando cumplía 24, y Salomé lo convirtió, a los 41, en el compositor más célebre del mundo.

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