“Es la más beethoveniana
de las Sinfonías de Beethoven”, se ha dicho mil veces de la Quinta. Porque
es la primera imagen del compositor que le viene a la mente a muchísimas
personas. Y esto no es casual, pese a ser esta composición representante
genuina solamente de la llamada “segunda época” de su producción, que es sin
duda la más característica y “tópica” -no la más genial, que es la tercera y
última-. Es, incluso, se dice a menudo de la Quinta, “la Sinfonía de las Sinfonías”.
Todo el mundo conoce e
identifica las famosas, famosísimas cuatro notas iniciales, que es lo primero
que se le ocurre tararear a alguien al que se le pregunte por música clásica. En
el inconsciente colectivo estos cuatro acordes representan “la llamada del
destino a la puerta”, que fue lo que Beethoven le dijo a Anton Schindler cuando
le preguntó qué significaban. Se tome o no en serio esa declaración del
compositor (tampoco Schindler es precisamente muy de fiar), algo o bastante
puede haber de verdad en ello, o al menos esa puede ser la impresión que
produce en muchos oyentes: la de la fuerza imperiosa, en estado puro. Hay
infinidad de composiciones más “ruidosas”, pero acaso ninguna que se recuerde
le alcanza en el ímpetu, la fuerza avasalladora que despliega.
Estamos tan acostumbrados
a escuchar esta Sinfonía que en ocasiones dejamos de darnos cuenta de su
absoluta genialidad (no es mi caso, desde luego: cuando está interpretada con
garra y convicción nunca deja de atraparme y llenarme, una y otra y otra vez,
de asombro). A este respecto, escribió Robert Schumann: “Por mucho que la
escuchemos, cada vez ejerce sobre todos una impresionante fascinación: es como
esos fenómenos de la naturaleza que, por frecuentes que sean, nos llenan cada
vez de sorpresa y de pasmo”.
No hace falta ser un experto
en analizar cómo se estructura una obra que sigue la forma sonata para
percibir, más o menos inconscientemente, que esta construcción de solidez
insuperable se basa en una célula temática que es la más escueta imaginable. Como
escribe Arthur Jacobs: “modesta célula rítmica capaz de dar vida, merced a su
omnipresencia, a un desarrollo desconcertantemente innovador”. Esta Sinfonía,
en palabras de Carli Ballola, “es el símbolo más elocuente de la perfección ética
formal destinada a permanecer insuperada en el ámbito de la forma
sonata”.
El momento más asombroso
de la composición es quizá el de la transición entre el Allegro (Scherzo)
y el Allegro final: “Las últimas notas del Scherzo, en Do menor,
son prolongadas por el quedo redoblar de los timbales con sordina que siguen
sonando en Do (por asociación psicológica se piensa en Do menor); pero los
segundos violines y las violas sostienen por largo tiempo un La que no se sabe
a dónde conduce. ¿La? ¿Tal vez para modular a Re? ¿Pero qué hacen los timbales
entretanto en Do? Y mientras, los primeros violines parecen dudar en un mar de
nieblas, sin saber a dónde dirigirse. El oyente piensa (dando nombres a las
notas o sin dárselo: lo piensa): Sol; no, Do. Pero ya no puede ser…; Fa…;
bueno, más bien Sol… o no: este Sol es dominante de… ya lo tengo. Y cuando
parece que va a regresarse a la tragedia en Do menor -los timbales, entre
tanto, no han dejado de insinuarlo-, estalla en un grito de júbilo el Do, pero
un Do mayor, que da inicio al final apoteósico. Parece abstruso enfrascarse en
estas divagaciones, y, sin embargo, son estas divagaciones -sepa música o no-
las que embargan en zozobras al oyente, hasta que se llega al final glorioso,
más glorioso todavía por inesperado”, explica José Luis Comellas.
Por su parte, Amedeo Poggi
y Edgar Vallora abundan acerca del mismo pasaje señalando: “A través de
prodigiosas intuiciones instrumentales (pizzicati y arpeggios) y de los
espectrales efectos de los contrabajos, se oye aún el tema del destino,
pesadilla definitivamente fantasmagórica. Todo parece tortuoso, enigmático,
oscuro. Es en este punto cuando explosiona, sin solución de continuidad, el
canto de triunfo del último movimiento. Sostenido por una orquesta ampliada
(con piccolo, contrafagot y tres trombones), el finale rasga las
tinieblas con la fuerza de un sol deslumbrador: desde la vorágine de las
fuerzas ciegas a la cegadora luz de la consciencia racional pasando por la encarnizada
lucha de los episodios centrales”.
Ya E.T.A. Hoffmann
escribía en la Allgemeine Musikalische Zeitung el año 1810: “Semejante a
la cegadora luz del sol atravesando la noche profunda, el tema solemne y
triunfal del finale llena toda la orquesta de un fuego que creíamos
apagado y que de nuevo luce en grandes llamaradas”. Esta obra maestra, concluía
Hoffmann, “expresa en el más alto grado el romanticismo en la música, el
romanticismo que revela el infinito”. Es una pena, pero Beethoven no conoció el
tan interesante y elogioso análisis que el gran poeta y músico hizo de su Sinfonía
hasta diez años después, en 1820.
Los primeros esbozos de
la Quinta Sinfonía se remontan a 1803, pero Beethoven no comenzó a
desarrollarla en el papel hasta 1805, la interrumpió con la composición de la Cuarta
y no la completó hasta 1808 (como muy tarde, el 3 de marzo), al mismo tiempo
que componía la Sexta “Pastoral”. Sexta y Quinta, en ese
orden, junto a la Fantasía para piano, coro y orquesta, se estrenaron el
mismo día, el 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien de la capital
austríaca. La partitura no fue impresa ¡hasta 1826!
Cuando en 1830, tres años
después de la muerte de Beethoven, Mendelssohn la interpretó para Goethe, este
exclamó: “¡Esto es algo grandioso! ¡Una locura total! ¡Uno teme que se le hunda
la casa!”
Y una anécdota más, esta
bien jugosa, que cuenta Berlioz en sus Memorias: en 1828 llevó a su profesor
Jean-François Lesueur, a quien no le gustaba Beethoven, a una ejecución de la Quinta
Sinfonía. A la salida, Berlioz vio a Lesueur “muy sofocado y caminando a
grandes zancadas. ‘¿Qué os ha parecido, querido maestro?’-‘¡Uf, necesito aire!
¡Es inaudito, maravilloso, me ha conmovido tanto que al abandonar mi asiento y
querer ponerme el sombrero, he creído que no podría encontrar mi cabeza!’”. Al
día siguiente, Lesueur le dijo a su alumno: “¡Música como esta no debería
hacerse!”. Berlioz le contestó: “Quedaos tranquilo, querido maestro. Mucha así
no se hará”.
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