La Sexta y última Sinfonía de Tchaikovsky, la conocida como “Patética”, es probablemente la más genial de sus partituras orquestales. Es uno de esos no muy abundantes casos en que a la gran popularidad se unen unos méritos musicales indiscutibles: en suma, es una obra maestra que gusta a todos los melómanos, sean poco o muy entendidos.
Piotr Ilich Tchiakovsky fue un compositor de considerables altibajos, pero sus partituras más inmortales tienen un denominador común: la sinceridad. Su mejor música suele ser de autoconfesión personal, y en ninguna obra suya es esto más palpable que en su Sinfonía “Patética”, obra abiertamente terminal, que aboca al suicidio, como así ocurrió pocos días después de su estreno.
En esta Sinfonía Tchaikovsky parece retratar su propia existencia, pero dejando poco espacio a los placeres que de ella obtuvo, y cargando el acento en sus pesares y desgracias, la última de las cuales parece ser cuando sus antiguos compañeros de la Escuela de Jurisprudencia se reunieron con él instándole a suicidarse, para que no manchase con su homosexualidad y su conducta, según ellos impropia, el buen nombre de la institución.
La sinfonía concluye, por ello, en una especie de requiem para sí mismo. Estrenada en San Petersburgo el 16 de octubre de 1893, dirigida por él mismo, el compositor se suicidó veinte días después, el 6 de noviembre. La segunda interpretación, recién muerto Tchaikovsky, obtuvo por fin el éxito que le fue regateado en el estreno.
Obra magnífica y al mismo tiempo lucida para orquestas y directores, casi no hay gran director que se precie que no la haya llevado al disco. El número de grabaciones es elevadísimo, posiblemente superior al centenar.
La más antigua de que tenemos noticia es es de 1930: Sergei Kusseviztky al frente de la Orquesta Sinfónica de Boston, y 7 años posterior es otra de Eugene Ormandy con la Orquesta de Filadelfia (ambas editadas en CD por Biddulph). 1938 aporta otras dos: Willem Mengelberg con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (Teldec) y Wilhelm Furtwängler con la Filarmónica de Berlín (Biddulph); 1942, Arturo Toscanini con la Orquesta de Filadelfia, RCA al igual que la siguiente del mismo maestro italiano, concluida ya la segunda guerra mundial, en 1947, ahora con la Sinfónica NBC.
La lista de grandes maestros sigue agrandándose: en 1957 Fritz Reiner con la Orquesta Sinfónica de Chicago para RCA y Rudolf Kempe con la Philharmonia para EMI; en 1958 Sir John Barbirolli con la Hallé de Manchester para EMI, y en 1959 la de Ferenc Fricsay con la Orquesta Sinfónica de Radio Berlín (DG), interpretación que, seguramente, constituye un hito hasta ese momento: su dimensión trascendente es especial, y concluye en un nihilista y sobrecogedor Adagio lamentoso.
El Allegro con grazia es una página que, tras el primer movimiento, trae un poco de relajación de las preocupaciones: descrito irónicamente por un comentarista como “una especie de vals que no se puede bailar si no se tienen tres pies”, la sección central del mismo retorna a la dolorosa melancolía.
Siguiendo con nuestro repaso cronológico a las principales grabaciones de esta Sinfonía, nos encontramos con la primera del gran Evgeny Mravinsky con la Orquesta Filarmónica de Leningrado (DG 1961), versión en mi opinión sobrevalorada que hace agua por donde más duele, por una dudosa sinceridad:
se trata de una opinión subjetiva, por supuesto. Pero no única: la he hecho escuchar sin decir de cuál se trababa a algunos amigos melómanos, y han llegado a conclusiones similares a esa. Estas “pruebas de fuego” no suelen fallar: pues desaparecen todos los prejuicios.
1961 también suma a la lista a Dimitri Mitropoulos con la Filarmónica de Nueva York (Philips), Antal Dorati con la Sinfónica de Londres (Mercury) y Carlo Maria Giulini con la Philharmonia de Londres (EMI), extraordinaria en sus movimientos extremos.
Y 1962 aporta otras tres versiones de gran importancia, la primera de las cuales es la de Otto Klemperer (también con la Philharmonia y también en EMI).
La del colosal director alemán, admirable y sobrecogedora de principio a fin, no es una interpretación más, sino una aportación singularísima por lo que se refiere al “Allegro molto vivace”. Sobre el significado de este movimiento, dentro de una obra tan predominantemente trágica, se han escrito cosas muy dispares, si bien lo más habitual es considerarlo un episodio “dionisíaco”, acaso el recuerdo de las alegrías más desenfrenadas de la vida del compositor.
Eso parece ser lo que entienden también la mayor parte de los directores de orquesta. Sin embargo, hay algunos tratadistas musicales que no lo ven así: por ejemplo, el experto tchaikovskiano André Lischké escribe: “sentimos [este movimiento] como portador de una fuerza elemental, temible y destructora”. Recuérdese, además, y esto mismo puede aplicarse al 2º mov., que cuando la desgracia lo invade todo, recordar la felicidad pasada es doblemente doloroso.
Así parece entenderlo, casi en solitario entre tantas interpretaciones grabadas, Otto Klemperer, quien, dándole la vuelta al carácter jubiloso de este episodio, lo convierte en una especie de marcha lenta, contenida, cada vez más contundente y despiadada, salvaje a veces, tremendamente inexorable y, a fin de cuentas, terrible. No queda, pues, en su versión de toda la Sinfonía apenas un rayo de luz.
Con una análisis asombrosamente lúcido y clarificador (en ninguna otra grabación se oye todo, todo lo escrito), esta aportación, puede que discutible, es sin duda verdaderamente genial y confirma a este director como eso mismo, un genio. Pero no se trata sólo de un brillante experimento: me parece que es muy verosímil entender así esta música.
Otras espléndidas interpretaciones de ese mismo año 1962 son la de Rafael Kubelik con la Orquesta Filarmónica de Viena (EMI) y la de Igor Markevitch con la Sinfónica de Londres (Philips), sobria, severa y durísima, ajena a la menor retórica, tremendo documento de uno de los mayores directores rusos del siglo XX, acaso el mayor.
Importantes son, así mismo, siguiendo el orden cronológico, las de Herbert von Karajan con la Filarmónica de Berlín (DG) y la de Lorin Maazel con la Filarmónica de Viena (Decca), ambas de 1964, Evgeny Svetlanov con la Sinfónica de la URSS (Melodiya 1967), la primera de Leonard Bernstein con la Filarmónica de Nueva York (CBS/Sony), espléndida pero incomparablemente menos personal e inferior a la de los mismos intérpretes dos décadas más tarde, la de Leopold Stokowski con la Sinfónica de Londres (RCA 1973), estupenda si no fuera por alguna aislada pero chirriante excentricidad, la de Claudio Abbado con la Filarmónica de Viena (DG 1974), una interpretación ortodoxa, sin la menor retórica, llena de verdad, fuerza y desesperación: uno de los referentes de la discografía. Y, del mismo año, la asimismo espléndida de Seiji Ozawa con la Orquesta de París (Philips).
Antes de concluir esa década aparecen otras destacadas versiones de la Sinfonía “Patética”: Sir Georg Solti con la Sinfónica de Chicago en Decca 1976, Karajan con la Filarmónica de Berlín en DG 1977 y Mstislav Rostropovich con la Filarmónica de Londres en EMI ese mismo año, Bernard Haitink con la Concertgebouw de Amsterdam (Philips 1979, una de las interpretaciones más admirables que existen), Vladimir Ashkenazy con la Philharmonia (Decca) y Riccardo Muti con la misma orquesta para EMI.
La década de los 80 añade a la interminable lista la de Giulini con la Filarmónica de Los Ángeles (DG 1981, inferior a la suya de 20 años antes), Mravinsky con la Filarmónica de Leningrado (en público, Erato 1982, demasiado similar a la suya 21 años anterior). A este respecto, vendrá bien contar una anécdota ocurrida entre Klemperer y Bruno Walter. En una ocasión coincidieron en el ascensor de un hotel de Viena y Walter le preguntó: “¿Escuchó usted la Cuarta Sinfonía de Mahler que dirigí el otro día?” “Sí, le contestó Klemperer; idéntica a la que dirigió usted años atrás”. Y añadió: “¡Se lo tomó como un cumplido!”
Seguimos con nuestra relación de grabaciones: la de Karajan con la Filarmónica de Viena (DG 1985), quizá la mejor de las cuatro que grabó, Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Telarc 1986), Mariss Jansons con la Filarmónica de Oslo (Chandos 87), el mismo año que la gloriosa interpretación de Bernstein para DG, que muchos consideran (se incluye quien esto escribe) simple y llanamente la más genial de la historia del disco. Una interpretación nada ortodoxa, de gran lentitud, sobre todo en el finale, pero de una verdad y de una intensidad emocional casi insoportable.
Siguen la de Giuseppe Sinopoli con la Philharmonia (DG 1990), Charles Dutoit con la Sinfónica de Montreal (Decca 91) y la de Sergiu Celibidache con la Filarmónica de Múnich (EMI, en público 1992), una muy personal recreación un tanto discutible, pero magnífica, tras un primer movimiento en exceso moroso; el 3º se acerca a lo logrado por Klemperer, tanto en significado como en claridad expositiva.
La lista continúa con Yuri Temirkanov y la Filarmónica de San Petersburgo (RCA 1993), Abbado con la Sinfónica de Chicago para Sony, mucho menos sincera y convincente que la suya anterior, y otras tres versiones francamente decepcionantes: Valery Gergiev con la Orquesta del Kirov de San Petersburgo (Philips 1995), Ozawa con la Saito Kinen (Philips 96) y Mijail Pletnev con la Orquesta Nacional Rusa (DG del mismo año).
La relación termina, por el momento, con la impetuosa y desesperada visión de Daniel Barenboim con la Sinfónica de Chicago (Teldec, 1998, una de las grandes) y con Antonio Pappano y la Orquesta de la Academia Santa Cecilia de Roma (EMI 2007), un conjunto sinfónico que no es de primera línea pero del que Pappano obtiene un considerable rendimiento.