lunes, 21 de julio de 2025

Salome, Elektra y Der Rosenkavalier

 

Acabo de terminar de leer un libro magistral, tan original como apasionante:     

El verano de Cervantes, de Antonio Muñoz Molina, aparecido este mismo año. Antes de nada, reproduciré un texto que resume muy bien de qué se trata:

“El verano de Cervantes surge de toda una vida leyendo Don Quijote de la Mancha. Durante el proceso de escritura de este libro, Antonio Muñoz Molina va entreverando recuerdos de su infancia y de sus primeras lecturas con la revelación del lugar que Don Quijote ha ocupado en su vocación literaria, mostrando además su influencia en otros autores, como Melville, Balzac, Joyce, Thomas Mann o Mark Twain, que han consolidado la novela como la forma narrativa suprema siguiendo la estela de Cervantes. Una lectura apasionante y apasionada de Don Quijote que mezcla de forma extraordinaria investigación literaria y memoria personal, y que contextualiza la genialidad de la obra maestra de Cervantes, lectura inagotable para entender el arte de la novela”.

Muñoz Molina, además de sabio, cultísimo, es un penetrante, lúcido melómano en los ámbitos del jazz y de la música clásica. En este último presenta a lo largo del libro sorprendentes, atinados paralelismos entre aspectos literarios y musicales. Pero hay uno que me ha llamado la atención, porque -por una vez- no estoy de acuerdo con él. Escribe: “[Cervantes] provoca nuestro desconcierto al encontrar que después de Don Quijote de la Mancha sintiera que culminaba su obra y su vida con un libro tan anticuado o retrógrado como Persiles [Los trabajos de Persiles y Sigismunda]. Pero la novela que escribió Flaubert después del empeño metódico de realismo antirromántico de Madame Bovary fue un romance histórico tan desaforado como Salambó. Y después de experimentos musicales tan extremos como Salome y Elektra Richard Strauss pareció dar un salto atrás para componer El caballero de la rosa, un ejercicio de aparente homenaje al kitsch vienés de salones aristocráticos y altas pelucas empolvadas”.

He aquí mi opinión: ciertamente, el lenguaje musical de Salome y, más aún, de Elektra, es más avanzado y revolucionario que el de Der Rosenkavalier. Pero esta ópera no me parece de ninguna manera un salto atrás, sino hacia otro lado. En su, aceptado por el propio Strauss, homenaje a Le nozze di Figaro de Mozart, es una ópera, sí, más romántica, pero intimista, plena de ternura, melancolía y amargura, así como una ácida sátira de un mundo aristocrático periclitado representado por el Barón Ochs. El desgarro de Elektra se transmuta al final de Rosenkavalier en un trío y un dúo acongojantes, excelsos. Páginas estas que, atinadamente, fueron escogidas para ser interpretadas en el funeral del compositor. Dirigía, por cierto, un joven de 36 años de nombre Georg Solti.

 

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