lunes, 21 de junio de 2010

Mehta: “Carmen” y “Salome” en Valencia

Zubin Mehta ha dirigido en Valencia dos días consecutivos, el 18 y el 19 de junio, dos de las óperas favoritas del repertorio: Carmen y Salomé. En su labor propia ha dejado claro una vez más que es un gran director... más bien irregular. Por Carmen, retransmitida en directo a 34 ciudades, se podría haber tomado un poco más interés, pues hubo pasajes en los que pareció que la cosa pasaba sin pena ni gloria.

Tras un Preludio con muchísima marcha, si bien un poco basto (¡qué timbalazos!), hubo no pocos momentos en que la orquesta perdía protagonismo y apenas impulsaba la acción. Los finales de cada acto, eso sí, fueron muy fogosos y efectistas: buscando el aplauso fácil. Algunos de los momentos clave de la maravillosa ópera carecieron de pasión, resultando más bien blandos. No, no ha sido esta Carmen una de las grandes realizaciones operísticas de Mehta. Hubo, incluso, algún desajuste serio y prolongado, como en el Quinteto con los contrabandistas en la taberna de Lillas Pastia. Pero eso puede ser, sin más, un gaje del oficio. No lo fueron la permanente brutalidad del timbalero, que tocaba siempre de f a fff, y cuyo sonido no se integraba en el conjunto. ¿Cómo lo consintió Mehta? ¿O es que lo pidió expresamente? No sé qué sería peor... Por lo demás, muy bien, espléndidos, la orquesta (con solistas sensacionales) y el coro, pero no así el flojo coro de niños (la Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats).

La escena de Carlos Saura me gustó: sobre todo la concepción, la escenografía, el vestuario y la iluminación. Algo menos el movimiento escénico, sobre todo de las masas. La escena del baile en Lillas Pastia me pareció la mejor que he visto hasta la fecha. Los abucheos a Saura me temo que procedan de quienes que no admiten una Carmen que no tenga paredes encaladas cuajadas de ventanas con macetas de geranios. Estoy harto de escuchar sonoras desaprobaciones a puestas en escena renovadoras y nunca, ¡nunca! a tradicionales que son horrorosas, sean tipo cartón piedra o tipo Zeffirelli hiper-recargado.

De los cantantes, me gustaron muchísimo las dos mujeres protagonistas: difícilmente se podrá imaginar quien tenga una voz de mezzo lírica tan bella y cante tan bien como Elina Garanca. Otra cuestión es que ve el personaje con una elegancia y distinción quizá excesivas: un poco más de rompe y rasga creo que no vendría mal. Con otros directores -musicales y escénicos- podrá hacerlo. Admirable la belleza vocal, la musicalidad y todo lo demás en la Micaela de Marina Rebeka, que –es de agradecer– no resultó cursilona o blandengue ni por asomo.

Marcelo Álvarez es uno de los pocos Don José actuales de nivel. La voz es buena y, ahora, quizá ni demasiado lírica ni demasiado pesada. Pero está algo deteriorada: cuando apiana a menudo pierde calidad, y los agudos a veces le exigen un peligroso sobreesfuerzo. Tuvo momentos poco afortunados –como el Aria de la flor– y otros con frases muy hermosas y emotivas, sobre todo en el dúo final. Y en cuanto a Escamillo, este tan desagradecido y difícil papel fue bastante bien servido por Alexander Vinogradov –yo diría que un bajo-barítono– que salió bastante airoso de la difícil prueba de su aria, y mejoró incluso en los dos actos finales. Agrios los agudos de Silvia Vázquez como Frasquita; el resto de los papeles menores, a buen nivel.

Salomé fue grabada para Sony por Mehta en 1990. Su actuación allí, con la Filarmónica de Berlín, fue de un esplendor karajaniano y los resultados, muy positivos. Aquí ha faltado algo de esa envolvente marea sonora y ha sobrado un pelín de efectismo en algunos momentos, pero el nivel ha sido sostenidamente más alto que el de Carmen y ha cuidado en extremo la claridad instrumental de la frondosa partitura orquestal. No han faltado, por suerte, ni pasión ni sensualidad. La orquesta, mejor que en la ópera de Bizet y sin su martillo pilón en forma de timbales.

Camilla Nylund dio toda una lección de canto, de comprensión del personaje de Salomé y, pese a su tremenda longitud, no dio síntomas de cansancio. Su voz, lírica, es muy bella y los agudos resaltan en medio de la marea orquestal gracias a su cualidad tímbrica, jamás estridente. Seguro que, hoy, es, con permiso de Nina Stemme, una de las mejores Salomés. En determinados momentos recurrió a la declamación en lugar de al canto, lo cual puede resultar discutible.

Albert Dohmen posee una caudalosa voz de barítono-bajo, pero no me parece precisamente lo que se dice un buen cantante. Aun así, quedó resultón, máxime teniendo en cuenta los pocos que podrán hacer plena justicia al más que difícil papel de Yokanaán. El muy veterano Siegfried Jerusalem encarnó un Herodes muy convincente, pese a que trampeó aquí y allá porque su registro agudo está casi desaparecido. Lo asombroso es que quien fuera el mejor tenor wagneriano hace dos décadas conserve casi intacto un hermosísimo centro y centro-grave. Magnífica Hanna Schwarz como Herodías, en todos los aspectos: la voz, grande, se halla en estupenda forma pese a su edad; sólo se resiente en algún tirante agudo que otro. Nikolai Schukoff lució una voz extraordinaria, potente, brillante y con squillo; está por ver si, además, canta con buena línea. No estoy muy seguro, pues Narraboth no parece suficiente para juzgarlo.

La escena de Francisco Negrín posee, para mi gusto, aciertos y desaciertos casi por igual: todo se explica bien, como ha resaltado más de un crítico, pero aparecen ciertas obviedades y los movimientos de los protagonistas, papeles menores y figurantes no siempre resultan convincentes. La escenografía no me parece acertada, sino quizá lo contrario, y el asesinato de Salomé no se entiende bien (“¿qué le pasa a Salomé al final?”, oí preguntar a la salida a alguien que no conocía bien la trama). No me disgusta, por el contrario, que al final de la Danza de los siete velos, Herodes viole a su hijastra: está bien resuelto y me parece una situación más que posible.

Para terminar, dos palabras sobre la acústica de la Sala Principal del Palau de les Arts Reina Sofía, pues era la primera vez que asistía: en el cuarto y último piso, centrado, se oye todo con tremenda claridad y nitidez, nada de la orquesta se pierde, y la proyección de las voces llega a la perfección. En una de las últimas filas del patio de butacas (“platea” le llaman ahí) se pierde un poco de las cualidades apreciadas arriba, pero la acústica sige siendo, para mi gusto, excelente (según he oído decir, en las primeras filas de platea, no lo es tanto).

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