domingo, 21 de julio de 2013

Discografía de “La alborada del gracioso” de Ravel, en piano y en orquesta

 
Cuarta de las cinco piezas de que consta la colección pianística de 1905 Miroirs (Espejos) de Ravel, la Alborada del gracioso es un ejemplo perfecto del arte de Ravel como compositor para el piano y, además, como orquestador. Pues ambas versiones, la de piano y de la orquesta, son un prodigio de escritura, y compararlas es un ejercicio perfecto para comprobar esa excepcional maestría en ambos terrenos. Escuchando sólo la pieza pianística, parece imposible mejorarla pasándola a orquesta (es la misma impresión que queda después de conocer los originales de la Iberia de Albéniz y su orquestación, en cierto modo fallida, de Arbós: que el original es superior).
Pero si conociéramos sólo la versión orquestal de la Alborada del gracioso, estaríamos convencidos de que todo ese despliegue de notas y colores no se puede meter en un piano; lo que, tratándose de Ravel, evidentemente no es cierto.
En definitiva, Ravel es uno de los rarísimos casos de toda la historia de la música en que esas dos versiones de una misma música son posibles en su más alta expresión: se complemetan, y seríamos mucho más pobres si sólo conociéramos una de ellas.
Ambas versiones, la pianística y la orquestal, exigen de sus intérpretes un alto grado de virtuosismo. Señalaremos, para concluir esta introducción, un hecho que no tiene nada de sorprendente: las interpretaciones pianísticas vienen a durar de media como un minuto menos que las orquestales, sin que éstas den la impresión de ser más lentas que aquéllas. La frondosidad orquestal requiere, para ser escuchada con nitidez, un tempo algo más lento que el del piano.
Haciendo un breve repaso por las grabaciones pianísticas de la Alborada del gracioso, la primera es la velocísima y centelleante, pero limpiamente tocada por el gran Dinu Lipatti (EMI 1948), a la que sigue el año siguiente la no muy diferente de Walter Gieseking (Dante), intérprete destacado sobre todo de Debussy y Ravel; la de Robert Casadesus (Sony 1952), algo insípida;
Vlado Perlemuter en Vox 1956; la encendida de Emil Gilels (Philips 1961); Sviatoslav Richter (Praga 1965, en público), interpretación singular, negra, huraña, a veces enloquecida, siempre radical; Werner Haas (Philips 1968, dentro de una integral pianística de Ravel), y Monique Haas (Erato 1968), dentro también de una grabación integral. Es ésta una interpretación que subraya la inspiración española de la pieza, en especial las conexiones con Falla (más que quizá con Albéniz), muy clara en las superposiciones temáticas, y sin la tentación de correr para evitar atropellamientos o borrosidades.
Tras esta grabación, podemos señalar las de Claude Helffer (Harmonia Mundi 1970), la de Cécile Ousset (Berlin Classics 1972), Pascal Rogé (Decca 1974), Philippe Entremont (Sony 1975), todas ellas notables. Y más que notables, la de Jean-Philippe Collard (EMI 1978), Paul Crossley (CRD 1984) y Louis Lortie (Chandos 1989), las tres realmente estupendas, antes de llegar a la de Jean-Yves Thibaudet (Decca 1992), técnicamente deslumbrante (quizá más francesa que la de Monique Haas, que como dijimos mira mucho a España), llena de gracia y desparpajo, con un finísimo sentido del color y rica en sugerencias. Un acierto pleno, en suma. Posterior a esta grabación pueden también señalarse las espléndidas versiones de François-Joël Thiollier, para Naxos en 1994, y de Angela Hewitt, para Hyperion en 2002.


  Thibaudet        

Y pasamos ahora a la versión orquestal, realizada por el compositor en 1918. Las grabaciones orquestales se remontan hasta 1926, cuando Otto Klemperer la llevó al disco con la Orquesta de la Ópera Estatal de Berlín. Damos un salto de un cuarto de siglo, hasta 1952, en que Ernest Ansermet y la Orquesta de la Suisse Romande de Ginebra la registran para Decca; seis años después llega Fritz Reiner con la Orquesta Sinfónica de Chicago para RCA; un año más tarde Eugene Ormandy con la Orquesta de Filadelfia para CBS, hoy Sony, y en 1962 Paul Paray con la Orquesta Sinfónica de Detroit (Mercury) y André Cluytens con la Orquesta del Conservatorio de París (EMI). Hasta ese momento, Ansermet, Reiner y Cluytens eran los principales referentes.
La relación prosigue con Serge Baudo y la Orquesta Filarmónica Checa para Supraphon en 1965 y Rafael Frühbeck de Burgos con la New Philharmonia para Decca al año siguiente: la primera muy ortodoxa, un poco pálida, y la segunda en extremo rutilante. En la década de los 70 nos encontramos con Herbert von Karajan al frente de la Orquesta de París (EMI 1972), una versión de enorme refinamiento, si bien un tanto exagerada en la lentitud de su tempo: ocho minutos y medio frente a una media de siete y medio. La grabación de Pierre Boulez con la Orquesta de Cleveland (CBS/Sony, hacia 1973) supuso un hito en la discografía existente hasta entonces: moderna, objetiva pero no indiferente, incisiva, de una claridad sorprendente y de una ejecución formidable.
Un par de años más tarde, en 1975, aparecen la brillante y más bien superficial versión de Seiji Ozawa con la Sinfónica de Boston (D.G.) y, en el sello EMI, dentro de una integral orquestal de Ravel, la interpretación de Jean Martinon en el podio de la Orquesta de París, que se sitúa de inmediato a la cabeza de la discografía. Con un tempo más bien despacioso, pero nunca forzado, que permite una transparencia extrema y una gran variedad en las acentuaciones; con grandes dosis de ironía y una exacta captación de lo español, la actuación orquestal es modélica, con un colorido fascinante; destaca un sensacional solista de fagot.

  Martinon

Un año posterior a la de Martinon, de 1976, es la grabación de Leonard Bernstein con la Orquesta Nacional de Francia (CBS/Sony), algo decepcionante lo mismo por la orquesta que por la batuta, así como por la toma de sonido un tanto desequilibrada y artificial. El gran director norteamericano sólo logró en esta ocasión destellos aislados. De mediados de los 70 data, al parecer, otra no muy lograda versión de otro gran director: la de Lorin Maazel con la Orquesta Nacional de Francia (CBS).
Otro año más tarde, en 1977, aparece una de las pocas interpretaciones indiscutidas de esta partitura: es del sello Philips y está a cargo de Bernard Haitink y la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Versión festiva, diáfana y colorista, intachable en lo estilístico, sin pretensiones de originalidad o trascendencia, y maravillosamente bien tocada.
La siguiente gran versión es la de Charles Dutoit, Decca 1982, uno de los mejores traductores de la música francesa, que logra una plasmación sonora luminosa, grácil y con desparpajo, fresca y espontánea, con un certero sentido de lo español que late en la partitura. Otra gran actuación de la Orquesta Sinfónica de Montreal, que aunque no sea tan buena como la que más, está más en su salsa que casi todas ellas. Soberbio solo de fagot. Es quizá la interpretación que más se acerca al nivel y a la propiedad, incontestable, de la de Martinon. De ese mismo año 1982 data la soberbia lectura de Riccardo Muti con la Orquesta de Filadelfia (EMI), versión rutilantemente virtuosa y de deslumbrante colorido.
En los últimos tres lustros del siglo XX se sumaron a esta lista una decena de grabaciones de notable o alto valor: en 1987 la brillante y virtuosista de Seiji Ozawa con al Sinfónica de Boston (DG), en 1988 la elegante y fluida de Jesús López Cobos con la Orquesta de Cincinnati (Telarc), y la de Claudio Abbado con la Sinfónica de Londres (DG 1989). Esta última no se sitúa, ni mucho menos, al nivel de sus grandes logros ravelianos en la misma colección, por ejemplo de La Valse: no muy transparente ni dotada de especial gracia o humor, y con algunos momentos estruendosos y otros dulzones.
La década de los 90 se enfila con Simon Rattle al frente de la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham (EMI 1990), a la que sigue un año después una de las versiones más interesantes de la obra, no muy ortodoxa: la de Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Teldec), tal vez en la línea de la primera de Boulez, si bien no tan lograda.Otro año más tarde, en 1992, aparece la rutilante versión de Daniel Barenboim con la Orquesta Sinfónica de Chicago para Erato, que suscitó considerable división de opiniones: de contrastes dinámicos muy acentuados y con arranques bruscos, con frases que curiosamente suenan muy amargas, lo que es fácil compartir es la excepcionalidad de la ejecución: una orquesta perfecta con solistas de excepción.
Muy diferente de la suya dos décadas anterior, en 1994 vuelve Pierre Boulez, ahora para DG y con la suntuosa Filarmónica de Berlín. Versión quizá en exceso opulenta y refinada, hasta lo decadente: características muy poco propias del gran director y compositor francés. “Espectacular y fría”, escribió de ella un conocido crítico. La lista se cierra con dos intachables versiones: la de Kent Nagano con la Orquesta de la Ópera de Lyon (Erato 1996) y Haitink con la Sinfónica de Boston (Philips 1997), sin apartarse gran cosa de la suya anterior.
















2 comentarios:

  1. ¿Su opinión sobre las versiones de Argenta, Giulini y Celibidache?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No conozco la grabación de Ataúlfo Argenta; es imperdonable que se me haya "pasado" la grabación de Giulini, acaso la primera que escuché, y que seguramente sigue siendo admirable. De Celibidache conozco la del DVD, con la Filarmónica de Múnich, que me parece una interpretación propia de su última época: lentísima, interesantísima, desmenuzada hasta el límite y de un asombroso sentido tímbrico.

      Eliminar