jueves, 12 de mayo de 2016

La Variación 18 y la trompetería de Jericó (digo Leningrado)



Temirkanov y la Filarmónica de San Petersburgo en Ibermúsica

A las diez y media de anoche (¡qué horas: deberían erradicar los conciertos a esas horas!) empezó el primero de los dos conciertos (al segundo no voy a poder ir) de la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo dirigida por su titular desde 1988, Yuri Temirkanov (n. 1938). Cuando el mítico conjunto vino a Madrid por última vez con el no menos mítico Evgeny Mravinsky me impresionó enormemente por su densa, poderosa, rica y flexible cuerda, que me recordó a la de la Filarmónica de Berlín. Pero, en general, las maderas no me parecieron de ese nivel, y los metales hasta me disgustaron por su acritud, que empastaba dudosamente con el resto, mientras en particular las trompas tenían un sonido ligeramente tremolante y como hueco que me molestaba: características estas del viento que eran comunes a muchos conjuntos sinfónicos rusos de la época soviética, y que afectaban incluso a la mejor orquesta del país, sin duda la que Mravinsky dirigió con mano de hierro a lo largo de cincuenta años, desde 1938 hasta su muerte en 1988. 

Pero ahora el sonido de la orquesta se ha occidentalizado bastante, hasta el punto de difuminarse casi por completo aquella peculiaridad de sus maderas y la ingratitud de los metales, mientras la cuerda mantiene buena parte de sus cualidades, quizá en un grado algo inferior. En cualquier caso, anoche me pareció una centuria magnífica, tanto por su sonoridad como por su disciplina, seguridad y exactitud. Por no hablar de su potencia y brillantez, que son tremendas, sobre todo en manos de un director que no las frena, sino que más bien las azuza.

La Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov le fue encomendada a Andrei Korobeinikov, un pianista joven (n. 1986), el típico virtuoso ruso que las da todas, que posee un mecanismo seguro y poderoso para hacer frente sin apuros a la dificilísima escritura del solista. Pero que, francamente, apenas hizo música, pues tocó con el piloto automático puesto, sin flexibilizar frase alguna. También la batuta, muy analítica, con tempi bastante vivos, fue casi la de un autómata, que se limitó a marcar el compás (como siempre, sin batuta). Con una excepción: la maravillosa Variación XVIII sí fue tocada y dirigida recreándose, deleitándose en su excelsa melodía. Lo cual nos recordó que podían ser músicos, no solo ejecutantes. Pero ay, el encantamiento duró solo tres minutos.

Prefiero no hurgar demasiado en la herida, pero tampoco quiero ocultar que para mí la Séptima Sinfonía "Leningrado" de Shostakovich, lógicamente obra de referencia para esta orquesta, es una composición (de casi 80 minutos, 85 en manos de un Bernstein) bastante insoportable: hinchada, ultrarretórica, reiterativa hasta la desesperación (¡la marcha del primer movimiento!), vacía de lo que entiendo por música. Se me hacía muy cuesta arriba enfrentarme a ella, pero reconozco que a ratos hasta me lo pasé bien escuchándola, tal era la barahunda orquestal y la estruendosa lujuria sonora (¡sonando muy bien, la verdad!) que nos ofrecieron orquesta y director, este apenas creativo, mucho más artesanal que intérprete en toda su dimensión (Bernstein lo intenta).

Sin duda fue el concierto más ruidoso que he escuchado en mi vida, pues Temirkanov exigió todas las efes posibles a sus huestes, que contaron con la friolera de ¡ocho trompas, seis trompetas, seis trombones y la tuba!, además de la atronadora percusión (según André Lischké, en la Guía de la música sinfónica dirigida por François-René Tranchefort, la partitura prescribe cuatro trompas, tres trompetas y tres trombones). A las doce y media de la noche salíamos, yo (y me temo que más asistentes) con el tema de la dichosa marcha martilleándonos inmisericorde la cabeza. Hasta me costó un rato conciliar el sueño. 

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