viernes, 26 de septiembre de 2014

Tres óperas con Diana Damrau en el Met



 
El Metropolitan de Nueva York permite (mediante el pago correspondiente) descargarse óperas allí representadas, unas en audio y otras en vídeo. Un amigo me ha pasado en CD tres conocidos títulos italianos, uno de Bellini, otro de Donizetti y un tercero de Verdi, con la gran soprano alemana Diana Damrau, sin duda alguna una de las más grandes cantantes de la actualidad. Son L’elisir d’amore del 6 de marzo de 2012, con Juan Diego Flórez, Mariusz Kwiecien y Alessandro Corbelli, dirigiendo Donato Renzetti; La traviata del 30 de marzo de 2013 con Saimir Pirgu, Plácido Domingo y dirección de Yannick Nézet-Séguin, y La sonnambula del 29 de marzo de 2014 con Javier Camarena, Micehel Pertusi y la batuta de Marco Armiliato.

A sus 43 años, Diana Damrau, que comenzó su carrera como soprano ligera (cantando Olympia, Zerbinetta o la Reina de la noche) está ahora en un momento dulce, con la voz en un momento de lírica con cuerpo (y una belleza de timbre suntuosa), y sin apenas haber perdido en el registro sobreagudo. En estas tres óperas se halla en plenitud vocal, con sólo muy contadas incomodidades (algunos sobreagudos de los dos títulos belcantistas –no siempre escritos– están ligeramente forzados; la agilidad en la coloratura del final del acto I de la ópera de Verdi no es la de Sills o Sutherland, claro...), pero sus virtudes son abrumadoramente mayores, ya que posee una técnica excepcionalmente acabada, una musicalidad muy fuera de lo normal y logra conmover al oyente con su intensa expresividad (particularmente memorables su “Ah, non credea mirarti” de Sonámbula, su “Prendi, per me sie libero” del Elixir o su “Amami, Alfredo!”). Por si fuera poco, moldea con gran inteligencia sus personajes, si bien yo diría que el más complejo de los tres, Violetta, no lo tiene por completo dominado en todo momento: ciertas frases aquí no me terminan de convencer en su intención; es de suponer que irá (o habrá ido) puliendo estas leves deficiencias.

Yo diría que es una suerte contar hoy con tres sopranos verdianas excepcionales: ella es la más lírica de las tres; la rusa Anna Netrebko es ya más ancha, y la más dramática de las tres es Anja Harteros. Aun así, esta última, también alemana, no es quizá lo suficientemente ancha para, por ejemplo, la Leonora de La forza (que, por supuesto, tiene en su repertorio). En cuanto a la sueca Nina Stemme, más dramática aún, volcada comprensiblemente en Wagner, no ha cultivado mucho los papeles verdianos (pero ha hecho muy bien tanto ese último como el de Aida).

Algunas palabras sobre los demás elementos de estas versiones: en L’elisir, Flórez encandila con su refinamiento y técnica excepcional, si bien para mi gusto su “Furtiva lagrima” es tan lenta que resulta forzada y carece de candor y credibilidad; en la repetición de dicha aria incluye adornos claramente inconvenientes. Kwiecien es un Belcore firme y seguro, pero no muy gracioso. Lo contrario que el Dulcamara de Corbelli, quien, algo mayor ya pero que se las sabe todas, sale más que airoso en un papel en el que acentúa lo bufo (es hasta cierto punto lógico hacerlo en el teatro, más que en disco). Bien la Giannetta de Layla Claire. La dirección de Renzetti es correcta, nada más.

Marco Armiliato, en cambio, parece no entender del todo el peculiar lenguaje de Bellini en La sonnambula con una dirección gris, rutinaria cuando no algo patatera y desprovista de la espiritualidad de los momentos más inspirados y extáticos. Tras una entrada un poco vulgar, Javier Camarena canta con bastante buena línea y buen gusto y se va creciendo como Elvino, regalándonos además con los agudos y sobreagudos más timbrados, firmes, bellos y rutilantes escuchados desde hace no sé cuánto tiempo a un tenor lírico-ligero (no ligero, como Flórez). Michele Pertusi se ha convertido en un bajo-bajo de voz casi cavernosa, que sigue cantando francamente bien. Pero Rachelle Durkin es una Lisa chillona (¡breve, pero difícil parte!).

La Traviata es la versión con más desigualdades: una magnífica, magnífica, dirección del tremendamente talentoso pero irregular Nézet, que obtiene un rendimiento altísimo de la nada formidable orquesta (del coro, casi siempre destartalado aquí y en los otros dos títulos, no consigue gran cosa). Saimir Pirgu es un tenor de segunda (¿tercera?) fila, que aparece temblón, muy fatigado, y levanta cabeza un poco, aquí y allá: un considerable fallo del Met. Fantástico, sensacional, Plácido, en el papel baritonal verdiano que, quizá, vocalmente más le va. Ninguno de sus colegas barítonos que mejor han encarnado esta parte le aventaja en línea de canto, en fuerza y veracidad interpretativa: ¡qué gran artista, le pese a quien le pese! (lo siento..., Arturo...) Malos o muy malos todos los secundarios.





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