viernes, 13 de febrero de 2015

Riccardo Chailly en Ibermúsica. ¿Habrá temporada 2015-2016?

 

Ayer, día 12, ofreció Riccardo Chailly su segundo (y último) concierto para Ibermúsica de esta temporada 2014-2015, al frente de la reputada Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig. Tal vez ya conocen mis reservas sobre las recientes actuaciones de este hombre. Ayer me dejó claro, una vez más, que es un gran director (técnicamente hablando), pero que como Músico ha venido muy a menos en los últimos años (salvo raras excepciones).

El Concierto para violín de Tchaikovsky dio pie al lituano Julian Rachlin (n. 1974) para dejar bien claro su virtuosismo (que no le libró de algún embarullamiento ni de unas cuantas notas desafinadas: notas muy peligrosas, desde luego) y de que posee un sonido magnífico, no muy grande pero sí muy bello, sobre todo en el centro y el grave (toca con un Stradivarius de 1704), pero su interpretación no me convenció gran cosa, sobre todo por estar volcada hacia el exhibicionismo, con una velocidad grande, hasta rozar la insensatez, y pasando bastante de largo por los momentos más cantabiles, y no sólo en la apresurada Canzonetta. En realidad Chailly y él parece que tirasen mutuamente uno del otro, en una carrera desbocada. Chailly dirigió con precisión, pero sin flexibilidad y muy volcado hacia el exhibicionismo: casi todo sonó demasiado fuerte, fuesen solos o tutti, machacones éstos y sin el menor asomo de ese rubato que tanto juego da en los del primer movimiento. En 33'25" se merendaron el Concierto, cuyo finale hicieron, por supuesto, sin el más mínimo corte, y con algún atisbo de frivolidad.

La Segunda Sinfonía de Rachmaninov siguió en la misma línea: fue una realización muy eficiente y competente, de nuevo crispada casi sin cesar, que careció de algo fundamental: emotividad, que prácticamente no hizo su aparición en momento alguno. Una obra como ésta, despojada de ello, de esa belleza sensual envolvente, de esa cantabilidad excelsa, de esa ensoñación y de esa ternura transida de melancolía, pierde sus mejores cualidades. Chailly entendió que la claridad expositiva consiste en que sonara todo, que pudiésemos escucharlo todo, pero casi sin p o pp alguno: esto no me vale. La lectura (que no vivencia) estuvo presidida por el efectismo, cayendo muy a menudo en el estruendo, hasta el punto de que la estupenda orquesta sonase estridente, desencajada. Y no hubo casi remansos: el Chailly actual parece ser alérgico a la serenidad, a la contemplación, a la delectación en la melodía. Ayer escuché el scherzo y el finale más rápidos que conozco (he cotejado diez versiones) y el segundo Adagio más veloz. Lo siento, pero ayer apenas pude disfrutar de una obra que adoro. Esta mañana me he desquitado escuchando, como desagravio, la maravillosa, excelsa, interpretación de André Previn con la Royal Philharmonic (Telarc 1985), que contiene todas las infinitas bellezas de las que la de Chailly careció. Una pena. Ah, y cada vez disfruto menos si una orquesta espléndida no está bien interpretada.

Últimamente se oían insistentes rumores acerca de que tal vez no hubiera temporada 2015-2016 de Ibemúsica. Por suerte, en el programa viene una programación (sin obras) en la que aparecen Mehta, Nelsons, Gergiev, Eschenbach, Jurowski, Noseda, Afkham, Perahia, Jansen o Blomstedt, entre otros. Sin embargo, leyendo la entrevista a Alfonso Aijón que hoy publica El País queda un regusto de amarga incertidumbre, porque podría no tener lugar si los abonados no respondemos lo suficiente y si no se hallan patrocinadores. Veremos. ¡Esperemos que pueda tener lugar!

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