martes, 25 de febrero de 2014

En la muerte de Alice Herz-Sommer (o Herz-Sommer), a los 110 años

 
       


Yo había visto en un catálogo de música clásica un DVD titulado “The wonder and the grace of Alice Sommer Herz” (The Christopher Nupen Films) y no sabía de qué iba. Pero me picó la curiosidad, porque lo dirigía ese eminente realizador de vídeos musicales. Así que decidí comprármelo. Y me maravilló, eso es lo menos que puedo decir. Me maravilló la historia y la personalidad de esa pianista (cuyos apellidos cambian de orden según quién la nombre) que es entrevistada por el propio Nupen el día en que Alice cumplía ¡ciento seis! años.

No ha sido una famosa virtuosa del piano, pero es una mujer increíblemente asombrosa: en el documental aparece con una lucidez total, incluso toca el piano con desparpajo, y hace gala de una bondad, una elevación anímica y una sabiduría aplastantes. Esta entrevista a esta mujer que estuvo encerrada en un campo de concentración nazi (en el que perdió a su esposo) y que sobrevivió tocando para jerarcas del régimen (¡algunos eran melómanos! ¡qué misterio!), que no guarda rencor, que, como dice el subtítulo del DVD, considera que “todo es un regalo”, es una de las cosas más conmovedoras que he visto en mi vida. Se lo he mostrado a varios amigos y se han quedado igualmente sobrecogidos.

Creo que ningún melómano (y no sólo los melómanos) debería perdérselo. El 23 de febrero de 2014 moría Alice en Londres con 110 años y tres meses de edad. Pero su testimonio permanece y permanecerá como un desarmante ejemplo de sensibilidad, generosidad y sabiduría, de amor a la vida, a la música y a todo lo bello.

En el doble DVD “We want the light”, de Opus Arte, (un documental apasionante y muy premiado sobre “libertad, supervivencia y el extraordinario lugar de la música en los campos de concentración nazis”) también aparece un resumen de la entrevista contenida en el DVD referido al principio.




lunes, 24 de febrero de 2014

Las grabaciones (excepto las “historicistas”) de la Sinfonía No. 40 de Mozart

 

Reproduzco aquí el texto del programa de Radio Clásica emitido por vez primera el 21 de febrero de 2008.

La Sinfonía nº 40 y penúltima de Mozart es una de esas no demasiado abundantes composiciones que es al mismo tiempo una obra capital y una pieza enormemente conocida y gustada por las multitudes. Como es sabido, la progresión en la trayectoria de Mozart hacia la madurez y la genialidad es imparable y, aunque no llegó a componer, ni mucho menos tantas sinfonías magníficas como Haydn, las últimas son absolutamente extraordinarias: se dice casi siempre que la culminación la alcanza en las tres últimas, pero también podría decirse que en las cuatro últimas.

Es difícil establecer rangos entre estas 3 o 4 postreras, pero es posible que la 40 sea la más genial de todas. Mientras la 41 “Júpiter” es la más grandiosa y olímpica, puede que también la de mayor envergadura y ambición formal, la 40 es la más rica en expresividad y la más abiertamente prerromántica. Es una obra trágica, de intensa autoconfesión personal y repleta de angustia y dolor, sentimientos que en algunas interpretaciones precipitan en abierta rebeldía. Como escribió un destacado musicólogo francés, Mozart parece haberla escrito con su propia sangre.

La lista de grabaciones de esta Sinfonía es sin duda la más larga de todas las de Mozart, sobrepasando con mucho, tal vez doblando, el centenar. La labor de comentar, aunque sea muy brevemente, no ya todas sino las principales, sería casi imposible y se dilataría enormemente. Opto, pues, por limitarme a las más importantes, sin descartar a varias de las más divulgadas (aunque sea para, en algún caso, censurarlas). Dejo también fuera las versiones con instrumentos originales. Aunque admito que hay algunas buenas, en mi opinión, a las obras que fueron progresivas en su momento nos les van bien los modos interpretativos más convencionales de su tiempo.

El primer movimiento de la Sinfonía nº 40 de Mozart está indicado Molto allegro; sin embargo, son pocos los directores que se atreven a acatar esa indicación; la mayoría piensan que el tempo que mejor conviene a ese episodio es apreciablemente más lento, y así, lo llevan no ya como allegro a secas, sino como allegretto o incluso, alguno, casi como andante. No conviene escandalizarse, pues está muy extendida la opinión de que los compositores, por grandes que hayan sido, se han, por así decirlo, equivocado al rotular algunos de sus movimientos, aunque nunca falten los que se oponen en redondo a admitir que un gran compositor pueda cometer un solo error. Por ejemplo, será difícil, por no decir imposible, que un director convenza de veras en el 2º movimiento de la Séptima Sinfonía de Beethoven llevándolo como allegretto, que es la indicación de la partitura; sólo se le ha hecho justicia tocándolo como andante.

Haciéndolo lento, el primer movimiento de la 40 de Mozart puede sonar digamos más preschubertiano, más abiertamente romántico-melancólico, doliente y anhelante. Es la vía que toman claramente directores tan diversos como Otto Klemperer, Bruno Walter, Karl Böhm, Carlo Maria Giulini, Josef Krips, Rafael Kubelik, Leonard Bernstein, Colin Davis o Sandor Végh.

En esta dirección, una interpretación que resulta admirable la por la equilibrada realización, con una ejecución portentosa y de extraordinaria belleza sonora en la orquesta, es la de Josef Krips con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam realizada para Philips en 1972. Pero –a diferencia de Krips o de los otros antes citados– hay unos pocos directores que han osado llevar el tempo prescrito por Mozart, darle sentido a esta considerable velocidad y acertar de lleno. Son, ante todo, dos: Wilhelm Furtwängler en 1950, con la Filarmónica de Viena para EMI y, 18 años más tarde y para el mismo sello, Daniel Barenboim con la English Chamber Orchestra. Ambas interpretaciones, en vez de ser dolientes, son más bien rebeldes, batalladoras y sin rastro de resignación ante la tragedia que nos desvela el compositor: anhelantes, angustiosas, dramáticas, impetuosas, enérgicas, coléricas incluso en ciertos pasajes, como en la sección de desarrollo. En el caso de esta última versión, de sonido mucho mejor como es lógico que la de Furtwängler, la orquesta es relativamente reducida (sobre todo para los gustos de los años 60) y, debido a ello y a su extraordinaria calidad de ejecución, la diafanidad de la escritura se vuelve máxima. En éste, que fue uno de los primeros discos de Barenboim director, a sus 25 años dejó ya bien patente no sólo su competencia como tal, sino la valentía y la pujanza de sus ideas.

El 2º movimiento de esta Sinfonía es un tanto singular, no es el típico lento sinfónico de la época, sosegado, hermoso, contemplativo, sino un Andante que nadie dirige como un adagio. Entre los grandes directores no hay, a decir verdad, grandes divergencias. En cuanto al tempo, ninguna de las grabaciones consultadas baja de 7 minutos y medio ni pasa apenas de los 9 (salvo las muy pocas que efectúan la repetición). El que carga más las tintas en la ausencia de consuelo, alcanzando incluso momentos de un dolor agónico, es Sándor Végh, quien en el momento de la grabación contaba 90 años.

Hago ahora un poco de historia de las grabaciones: la más antigua que he encontrado es la de Richard Strauss dirigiendo en 1927 la Orquesta de la Ópera Estatal de Berlín (Koch), seguida por las de Bruno Walter con la Filarmónica de Berlín (1930), editada por Teldec; la de Sergei Kussevitzky con la Filarmónica de Londres (Biddulph, 1934), Sir Thomas Beecham con la misma orquesta (Dutton 1937), Arturo Toscanini con la Sinfónica NBC (RCA 1939) y Erich Kleiber con la Filarmónica de Londres (Decca 1950), a la que siguió la de Furtwängler ya citada.

Tras ésta llegó en 1951 la segunda de Toscanini, de nuevo con la NBC para RCA; luego la de Otto Klemperer con la Philharmonia (EMI 1957), soberbia si bien no especialmente característica suya; y la de Bruno Walter con la Sinfónica Columbia (CBS/Sony 1960), quien en ese momento ofreció, en conjunto, el más sobresaliente ciclo de las seis últimas Sinfonías de Mozart existente en discos: un Mozart profundamente humano, muy alejado del tópico rococó que había estado asolando el panorama interpretativo. De ese mismo año es la demasiado abiertamente romántica del gran Ferenc Fricsay con la Sinfónica de Viena (DG) y la correcta pero algo insulsa e impersonal grabación de Herbert von Karajan con la Orquesta Filarmónica de Viena para Decca, que sólo despega del suelo en el Allegro assai conclusivo.

Otro nivel muy superior presenta la de 1962 por Karl Böhm con la misma orquesta berlinesa, para DG, dentro de una magnífica integral. Se trata de una de las interpretaciones más potentes y admirables que existen en disco, superior en este caso a la que volvería a grabar, también para DG pero ahora con la Filarmónica de Viena, tres lustros más tarde. En esta grabación de 1962, Böhm entiende el cuarto movimiento no de modo tan rabioso como Furtwängler, pero sí muy potente desde el punto de vista dramático, bien acorde con el cariz con el que presenta los tres anteriores. Su verdad, su sinceridad, es desarmante. Sensacional, además, la cuerda de la Filarmónica berlinesa.

Muy buena, pero no tanto como podría esperarse, es la de Carlo Maria Giulini con la New Philharmonia londinense (Decca 1965), bella, apolínea pero no muy comprometida, y de nuevo la poco personal y algo aséptica la de Karajan, ahora con la Filarmónica de Berlín, para DG en 1967. Le siguió un año más tarde la ya comentada de Barenboim, quien, curiosamente, no ha vuelto a grabarla desde entonces (aunque en los últimos años la está ofreciendo en no pocas ocasiones en concierto con la Filarmónica de Viena: visión que sigue siendo escarpada y casi agónica).

Como ejemplo de la perfección, la belleza y el sentimiento que puede extraerse del Minueto de la Sinfonía 40 puede servir la grabación de Jeffrey Tate al frente de la English Chamber Orchestra (EMI 1985). En este movimiento Mozart transfigura ya la imagen del minueto como danza, elegante y ceremoniosa pero de escaso significado y peso específico dentro de la Sinfonía. Proceso que culmina ya en el de la sinfonía precedente, la nº 39 en Mi bemol mayor, K 543. Tate, dentro de una formidable integral sinfónica de Mozart, logra una de las interpretaciones más sentidas y hondas de este movimiento de apariencia más bien inofensiva.

El mismo año que la grabación de Barenboim, 1968, salió también a la luz la sobria, concentrada e intensa versión de George Szell con la Orquesta de Cleveland (CBS/Sony), y en 1969 la de Benjamin Britten con la English Chamber (Decca), versión quizá no especialmente personal pero de una sensibilidad humanista, una belleza y una perfección incuestionables, en cuyo movimiento inicial está más cerca de Furtwängler que de Walter o Klemperer.

En los años 70 surgieron otras interpretaciones grabadas de valor notable o más que eso: la de Sir Neville Marriner con su Academy of St Martin in the Fields (Philips 1971), clásica y apolínea, algo ligera; la de Josef Krips con la Concertgebouw ya referida; director y orquesta que grabaron esos años las principales sinfonías a partir de la nº 25 con unos resultados memorables (y una calidad técnica insólita hasta el momento); la referida de Böhm con la Filarmónica de Viena, inferior a su versión berlinesa; y la de Zubin Mehta con la Filarmónica de Israel (1977, hoy en Belart), seguida en 1978 por Jean-François Paillard con la English Chamber (RCA).

El cuarto y último movimiento de la Sinfonía nº 40 de Mozart parecen entenderlo todos los directores importantes como un episodio impetuoso y dramático, con matizaciones a decir verdad no demasiado divergentes. Hay quienes cargan un poco más las tintas en la desesperación y la rebeldía, línea claramente iniciada por un genial Furtwängler en 1950: una versión que pulverizaba los lugares comunes establecidos, con una realización radical de expresión angustiosa que no daba tregua: un verdadero hito interpretativo.

En la época de las grabaciones digitales prosiguió el goteo de interpretaciones de esta Sinfonía: en 1981 la clásica, muy bella y tal vez en exceso contemplativa de Rafael Kubelik con la Sinfónica de la Radio Bávara (Sony); en 1983 la de Nikolaus Harnoncourt con la Orquesta del Concertgebouw para Teldec; en 1984 la decepcionante de Leonard Bernstein con la Filarmónica de Viena (DG), algo lánguida y sentimental en los dos primeros movimientos; en 1985 dos muy importantes interpretaciones: la de Sir Georg Solti con la Orquesta de Cámara de Europa. Ni tan veloz y desesperado como Furtwängler ni tan dramáticamente poderoso como Böhm, en un cierto término medio entre ambos se sitúa una de las realizaciones más asombrosamente nítidas y perfectas del complejísimo movimiento final de la Sinfonía nº 40 de Mozart: la del todavía entonces director titular de la Sinfónica de Chicago. La otra es la referida y extraordinaria de Jeffrey Tate con la English Chamber para EMI.

En 1987 siguieron las de Sir Charles Mackerras con la Orquesta de Cámara de Praga (Telarc) y Claudio Abbado con la Sinfónica de Londres (DG); un año después Barry Wordsworth con la Capella Istropolitana para Naxos; en 1989 la soberbia, modélica, si bien no demasiado personal versión de Sir Colin Davis con la Staatskapelle de Dresde (Philips); un año más tarde la de Lord Yehudi Menuhin dirigiendo la Sinfonia Varsovia (Virgin); en 1991 la de James Levine con la Filarmónica de Viena para DG y la hermosísima y suntuosa de Giulini con la Filarmónica de Berlín (Sony); en 1994 las de Sergiu Celibidache con la Filarmónica de Múnich (EMI, una decepción) y Riccardo Muti con la Filarmónica de Viena (Philips). La Orpheus Chamber Orchestra, sin director, para DG, la de Günter Wand con la NDR de Hamburgo (RCA 1995) y la ya comentada de Sándor Végh con la Camerata del Mozarteum (Decca) cierran en 1996 la lista de grabaciones con instrumentos no de época.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Antológica “Sinfonía Alpina” de Strauss por Maazel en Ibermúsica


 

Ayer volvió Lorin Maazel a Madrid con la Orquesta de la que es titular desde septiembre de 2012, la Filarmónica de Múnich. Orquesta que, todo sea dicho, no para de dar bandazos: tras Rudolf Kempe y Sergiu Celibidache, nada menos, cayó en manos de James Levine (cuyo paso por la capital bávara no ha dejado huellas palpables) y amenaza, en septiembre de 2015, con pasar a manos del muy sobrevalorado Valery Gergiev. En fin, ellos sabrán...

Maazel, que el 6 de marzo cumplirá 84 años, es, como se sabe, un insuperable entrenador y muñidor de orquestas. Su técnica de batuta es alucinante, y sobre esto no suele haber discrepancias. Y ayer lo volvió a poner de manifiesto. Ahora bien, como intérprete es un tanto imprevisible, y capaz literalmente de lo mejor y... hasta de fiascos. Ayer no hubo, en mi opinión, ninguno de éstos, aunque su visión de la Cuarta Sinfonía de Schumann fue harto discutible. Versión desprovista casi por completo de la tremenda energía y pasión con que se suele abordar, resultó bastante plácida, incluso lúdica; como mucho, soñadora a ratos (muy Eusebius, apenas Florestan). La famosa transición del tercero al cuarto movimiento estuvo desprovista de la impresionante tensión de que las interpretaciones más insignes la dotan. Algo más rápido de la cuenta el segundo, el cuarto estuvo salpicado de ciertos cambios de tempo tal vez injustificados. Y el final del primer mov. y el acorde conclusivo de la Sinfonía me parecieron excesivamente hinchados y prolongados: una concesión a la galería. Ahora bien, todo sonó que daba gloria, con una belleza sonora y un empaste admirables. (Por cierto, me parece que el de Schumann es uno de los poquísimos ciclos sinfónicos importantes que no ha grabado Maazel).

El programa había comenzado con un Vals triste de Sibelius muy lento y tremendamente sentido y melancólico, maravillosamente cantado y, pese a ciertas licencias, muy convincente. Las cuerdas sonaron de maravilla, lo mismo que el solo de flauta.

Pero la auténtica gloria se alcanzó en la Sinfonía Alpina de Strauss. La versión le duró en torno a una hora, es decir ¡diez minutos más de lo que suele, incluyendo su grabación con la Radio Bávara (RCA 1998)! Y sin embargo no resultó pesada, trabajosa o forzada en absoluto, sino que transcurrió con entera lógica y fluidez: ¡logro exclusivo de un mago de la batuta! La Orquesta estuvo en líneas generales magnífica (cuerda, trompas, flauta, fagot, cello, clarinete, corno inglés...) pese a un punto débil: las trompetas, que gritaron en algunos momentos y tuvieron algún fallo estrepitoso (en su descargo hay que recordar la inmisericorde escritura y tesitura a que las somete el autor de Till). Pero Maazel, que tiene en su haber muchos Strauss memorables, en primer lugar su Zaratustra con la Filarmónica de Viena (D.G. 1983), hizo una auténtica creación, logrando un empaste sonoro (bueno, con la relativa excepción del órgano, cuya sonoridad no siempre se fundió bien con la orquesta) y una claridad asombrosa de la aplastante frondosidad de la complejísima partitura, con un sentido del color realmente fascinante. Dentro de la excelencia general, hay que señalar que el clímax central de la obra, “En la cima” y “Visión”, fue de una elocuencia formidable, producto exclusivo de un sentido musical altísimo sumado a una técnica consumada.

Creo que la última vez que vi a Maazel estaba un poco más chafado por la edad; ayer, pese a que sigue caminando con lentitud y le cuesta subir y bajar del podio, me pareció que se encontraba un poco mejor. Ojalá nos dure mucho tiempo. Es uno de los más grandes, capaz de proezas increíbles como la Alpina de ayer.





viernes, 14 de febrero de 2014

El “famoso” Primer Concierto de Brahms por Glenn Gould y Leonard Bernstein

Sony publicó en CD el año 1998 el concierto que tuvo lugar en el Carnegie Hall de Nueva York 36 años antes, en concreto el 6 de abril de 1962, en el que dos artistas tan famosos como el pianista Glenn Gould y el director Leonard Bernstein interpretaron el Concierto en Re menor de Brahms. Sony no escamoteó –hubiera sido absurdo– el discurso de cuatro minutos con el que Bernstein se curó en salud antes de la interpretación. Salió a saludar solo, y de inmediato advirtió: “No se asusten. El señor Gould está aquí. Aparecerá en unos momentos”. Y continuó: “Están a punto de escuchar una interpretación poco ortodoxa [...], de tempi inusualmente lentos y alejada a menudo de las indicaciones dinámicas de Brahms. No puedo decir que esté de acuerdo con el señor Gould... Entonces ¿qué hago dirigiendo aquí?. Lo hago porque el señor Gould es un artista tan válido y serio que tengo que tomarme en serio su concepción, que me parece interesante... [...] En un concierto ¿quién es el jefe, el solista o el director? Uno u otro, dependiendo de las personas. Pero casi siempre tratan de ponerse de acuerdo por medio de la persuasión o incluso de las amenazas, para lograr una interpretación unitaria”. Etcétera.

Bernstein pone el dedo en la llaga: todos sabemos que en ocasiones ha primado la voluntad o la idea de tal solista o de tal director, que en otras notamos cómo han confluido cediendo cada uno un poco, que en otras más hay una divergencia clara y una falta de entendimiento entre tal pianista y tal batuta, y, por supuesto, que en ocasiones hasta hay una sintonía completa, absoluta, entre uno y otro. Si la diferencia de puntos de vista no es insalvable pero es apreciable para el oyente, esa diferencia puede –en casos contados, me parece– resultar hasta atractiva e interesante, estimulante.

Por eso mismo me quedé a cuadros cuando, hace años, Gonzalo Alonso Rivas (“Beckmesser”) me dijo que la grabación de los Conciertos para piano de Beethoven por Barenboim, tocando y dirigiendo, con la Filarmónica de Berlín (EMI 1987) “no tenía gracia, era sosa, porque no había contraste alguno entre dos personalidades”. Naturalmente, afirmación tan curiosa la atribuí a lo que me sigue pareciendo que es: que nunca ha tenido gran aprecio por el músico de Buenos Aires, y nada más.

Pero volviendo a aquel Primero de Brahms cuya publicación Sony acabó permitiendo ante la gran expectación que había generado, resulta, en mi opinión, un rollo. Por falta de entendimiento entre Gould y Bernstein, sí, aunque éste parece plegarse a los tempi queridos por Gould, pero sobre todo por la evidente falta de convicción del gran director (que entonces aún no lo era tanto...), al que aquello no le suena a Brahms (tampoco muy allá la Filarmónica de Nueva York). Pero más aún por culpa de Gould, que toca su parte no sólo con una lentitud exasperante, sobre todo el primer movimiento, sino con auténtico aburrimiento, carencia de estilo y de sonido brahmsiano, arbitrariedades (por no llamarlas directamente extravagancias), ausencia total de expresividad... En fin, que cuesta escuchar la obra entera.

Versión criticada muchas veces por su lentitud (25’38”+13’40”+13’30”), el problema no es ése en realidad. Hay en la (¡gloriosa!) discografía de estas obras interpretaciones mayúsculas de tempo tan lento, e incluso más, en las que la tensión no decae; a veces, con esos tempi, pianista y director logran una tremenda tensión, que salten chispas. Veamos, entre ellas: el primer movimiento les dura 24’15” a Gilels/Jochum (DG 1972), 24’35” a Zimerman/Bernstein (DG ’84) y 24’20” a Barenboim/Celibidache (EuroArts ’90). El 2º mov. de Arrau y Giulini (EMI 1961) dura 15’06”, el de Curzon y Szell (Decca ‘62) 16’05”, 15’44” Barenboim/Barbirolli (EMI ‘68), 14’49” Gilels/Jochum, y ¡16’28”! Zimerman/Bernstein. Y en el 3º varias versiones se les acercan también: 12’55” Arrau/Giulini, 13’00” Zimerman/Bernstein y 12’42” Barenboim/Celibidache. O sea, insisto: los tempi no son el problema. Gould creó que nunca fue un gran intérprete de Brahms, y Bernstein tampoco lo era por entonces (¡veinte años después llegaría a ser uno de los dos o tres más grandes!).



lunes, 10 de febrero de 2014

Los “Anillos del nibelungo” de Valencia y La Scala: la diferencia fundamental


     

Tras escuchar recientemente el Prólogo (El oro del Rin) y las dos primeras jornadas (La Walkyria, Sigfrido) de la reciente Tetralogía wagneriana de La Scala que está publicándose (y de la que falta sólo El ocaso de los dioses, que verá la luz en primavera), acabo de reescuchar la de Zubin Mehta en Valencia 2008 (la tuve en DVD y ahora la repaso en Blu-ray). No hay nada como escuchar muy seguidas dos versiones de una misma obra (incluso aunque se conozca bien la música, como es el caso) para apreciar con claridad las diferencias entre ellas (me voy a referir exclusivamente a los aspectos musicales, no a los escénicos).

Me ha llamado rápidamente la atención algo fundamental, casi constante y muy evidente: el grado de implicación personal de uno y otro director. Mehta es grande, qué duda cabe, y no hay (en otras grabaciones sí los hay) descuidos, despistes o salidas de tono. Todo está en su sitio, y la musicalidad es innegable. Pero el hindú apenas parece participar, vibrar, sentir lo que hace. Todo lo contrario que Barenboim, que se ha implicado hasta las cejas y con el que todo parece movido, generado por la pasión. El resultado para el oyente es claro: Mehta suscita admiración por su buen hacer, pero transmite una sensación de alejamiento, descompromiso y frialdad; Barenboim, en cambio, nos hace empatizar con la historia y con los personajes, hace que nos involucremos en todo ello. Es una diferencia muy importante, y muy, muy acusada.

Evidentemente, Mehta ha trabajado a fondo con la orquesta, que suena siempre admirablemente (otro asunto es que a menudo no suena muy a Wagner, sino a Puccini o vete a saber a quién, porque la falta de familiaridad estilística es obvia), pero que no suele transmitir emoción más que tasadamente. Es que su trabajo con los cantantes parece escaso: habrá cuidado el canto, pero desde luego mucho menos la interpretación.

Es curioso; cuando los cantantes son los mismos en una y otra versión comprobamos de qué modo tan diferente encaran sus personajes: con distancia que puede rayar en la indiferencia, hasta el desinterés, o con un sumergirse en ellos y vivirlos como algo propio, que les afecta de lleno. Los pasajes o escenas de mayor contenido psicológico son las más claras al respecto: compárese, por ejemplo, todo el primer gran cuadro I del Acto II de La Walkyria: el distanciamiento, la frialdad son grandes con Mehta. Lo que cuenta Wotan (Juha Uusitalo, buena voz algo lírica, cantante correcto, intérprete más sobreactuado que sincero) parece importarle en el fondo bien poco: da la impresión de que apenas se lo cree. Con Barenboim, Vitalij Kowaljow (voz algo más grave, cantante no superior) en cambio, nos conmueve: sentimos su amarga desesperación al haber tenido que ceder ante las exigencias de su rígida y ultraconservadora esposa, Fricka.
Anna Larsson, magnífica voz y magnífica cantante, llama la atención por su escasa credibilidad interpretativa. La también formidable Ekaterina Gubanova resulta incomparablemente más creíble y convincente. Por no hablar de las respectivas Brunildas: Jennifer Wilson, dotada de una voz brillantísima (recuerda a la Nilsson) pasa olímpicamente de las cuitas de su padre Wotan, mientras que Nina Stemme (voz más extraordinaria aún y mucho más bella, canto mucho más rico en recursos) nos conmociona por cómo vibra con los más hondos sentimientos de su padre, cómo siente y padece su frustración y su rabia. Es otro mundo.

La distancia es enorme: al oyente atento le puede resbalar aquella versión valenciana, mientras le afecta de lleno la milanesa. Resulta clarísimo que Barenboim ha trabajado a fondo con los cantantes para que interpreten, les ha convencido plenamente de que sean todos un solo pensamiento con él. Se hace muy claro lo que le escuché una vez decir al de Buenos Aires: “cuando en una prueba escucho a algún cantante nuevo, rápidamente me doy cuenta de si entiende o no a Wagner”.

Incluso comparando los Actos I de La Walkyria, en la que el trío vocal de Mehta es en conjunto superior al de Barenboim, las cosas siguen estando claras: el Siegmund de Mehta es el reconocido tenor Peter Seiffert, voz de primera calidad dotado de técnica y línea excelentes, al que por cierto le he escuchado este papel con Barenboim en alguna ocasión. Aun así, no supera en su interpretación a Simon O’Neill, voz menos agradable y con mayores irregularidades canoras. La Sieglinde de Mehta, la notable Petra Maria Schnitzler, preciosa voz (tal vez demasiado lírica) en su mejor momento, resulta algo plana. Por el contrario, la Sieglinde de Barenboim en La Scala es una ya mayor Waltraud Meier, quien da cien vueltas a su colega en la asunción de su personaje, ciertamente inalcanzada en este aspecto hoy o antes: no la cambiaría, de ningún modo, por la voz más extraordinaria que cante o haya cantado esta parte. El Hunding de John Tomlinson, muy declinante ya en lo vocal, aún impone con Barenboim. Pero claro, el de Mehta es nada menos que Matti Salminen, el único de sus cantantes en esta ópera que consigue sobreponerse a la batuta, yendo de algún modo por libre y convenciendo, por tanto, plenamente.

Lo curioso es que esta falta de empatía de Mehta con Wagner (no le conozco ni un solo disco suyo que me entusiasme) no se da, en absoluto, en la mayor parte de sus grabaciones de óperas de Verdi o de Puccini. Son cosas que les pueden ocurrir incluso a los más grandes directores.