SCHUBERT: Sinfonía No. 9
en Do Mayor “La Grande”, D 944
Andante –
Allegro ma non troppo; Andante con moto; Scherzo: Allegro vivace; Finale:
Allegro vivace
Lo primero
que llama la atención en la última Sinfonía de Schubert son sus dimensiones,
que duplican a las de sus anteriores obras del mismo género; aunque la
precedente, la “Inacabada”, de 1822, hubiese sido completada con otros
dos movimientos, probablemente tampoco la alcanzaría. Por cierto que la
disposición instrumental es idéntica en ambas sinfonías: parejas de flautas,
oboes, clarinetes, fagotes, trompas y trompetas, tres trombones, timbales y
cuerdas. En los últimos meses de su breve vida, en 1827 y 1828, Schubert dio un
giro notable en su producción, emprendiendo la composición de partituras de
mayor envergadura y, sobre todo, siguiendo unos procedimientos constructivos
más ambiciosos, más sólidos y también más esmerados y sutiles; ciertamente, ningún
otro compositor creó tal cantidad de composiciones portentosas en un lapso
temporal tan breve: piénsese en los dos Tríos con piano, en el último Cuarteto
y el Quinteto para cuerda, las tres últimas Sonatas para piano, Viaje
de invierno, la Misa en Mi bemol mayor o la Fantasía en Fa menor
para piano a 4 manos, creaciones que distan años luz de sus primeras obras,
que encadenaban bellas melodías y poco más. En sus dos últimos años, Schubert
intentó emular los principios compositivos de su venerado Beethoven, pero
evitando imitarlos; al contrario, aplicó a cada una de esas grandes partituras
un desarrollo formal individual y único, algo que logró de un modo enteramente
original sin dejar de preservar las tan personales características de su
música. “En lugar de generar tensión por los conflictos temáticos, como hace
Beethoven, Schubert permite que emerjan con naturalidad por el cambio de
función de sus armonías y por el sutil manejo de las dinámicas”, ha escrito
Wolfram Schwinger.
Aunque con
todas las características de sus obras postreras, recientemente se ha
demostrado casi sin margen de dudas que la Sinfonía “Grande”, así
llamada para distinguirla de la otra en Do mayor, la Sexta (a la que a
veces se le denomina por ello mismo “Pequeña”), pudo, sí, ser completada
haciéndole algún retoque en marzo de 1828 (fecha que figura en el manuscrito),
pero había sido compuesta con anterioridad, muy probablemente en el verano de
1825 y el otoño de 1826, habiendo sido dedicada y entregada a la Sociedad de
Amigos de la Música de Viena (que recompensó a Schubert con cien florines) en
octubre de ese año. De ser ciertas esas tempranas fechas, ésta sería, por
tanto, la tan traída y llevada Sinfonía de Gmunden/Gastein que se daba
por perdida. No fue ni publicada ni interpretada en vida del autor; éste
intentó que la Sociedad de Amigos de la Música la estrenase, pero, tras varios
ensayos, la obra fue rechazada, por “excesivamente larga e inejecutable”. En su
lugar, fue tocada la Sexta (compuesta una década antes), el 14 de
diciembre de ese año, 25 días después de la muerte de Schubert.
Por fin,
en enero de 1839, en casa de Ferdinand, hermano de Schubert, Robert Schumann
encontró la partitura autógrafa de la Sinfonía postrera del autor de Viaje
de invierno y se entusiasmó nada más examinar la introducción. Hizo de
inmediato gestiones que culminaron con la primera ejecución, el 21 de marzo de
ese año, en la Gewandhaus de Leipzig bajo la dirección de Felix
Mendelssohn-Bartholdy (si bien ligeramente abreviada). El 15 de diciembre del
mismo 1839 fueron tocados en Viena ¡sólo los dos primeros movimientos!
Publicada
en Leipzig por Breitkopf und Härtel el año 1840, sucesivos intentos de tocarla,
en París el año 1842 y en Londres dos años más tarde, fracasaron de nuevo por
motivos similares a los aducidos por los Amigos de la Música vieneses. (Hoy, en
que hasta tal punto han sido sacralizadas en algunos ámbitos las
interpretaciones tal y como se hicieron en su día, no podemos sino sonreír al
recordar que un gran número de obras maestras que hoy se interpretan sin cesar,
en su día sencillamente nadie estaba preparado para entenderlas ni para
tocarlas...)
Con su
conocida perspicacia y penetración, Schumann escribió: “esta Sinfonía porta el
germen de la eterna juventud [...] Nos revela mucho más que bellas melodías,
que la simple alegría o la simple tristeza..., conduciéndonos a regiones nunca
antes exploradas”.
La
introducción, “Andante”, se abre con un tema en las trompas de noble aire
romántico (y sorprendente parecido con el del comienzo de la Sinfonía
“Inacabada”), que será germen temático de buena parte de la extensa obra,
de, como dijo Schumann, “celestiales longitudes”. Magistral transición al
“Allegro ma non troppo”, que se abre paso con un enérgico tema marcial. En
acusado contraste, el segundo tema es lírico, íntimo, soñador y con algo de
misterioso y de atormentado. La reaparición del tema del comienzo en el
“Allegro” está planteada y resuelta de un modo particularmente acertado. Un
tercer tema, derivado del inicial, expuesto por los trombones, aporta
tonalidades sombrías: la oposición entre estas secciones y las luminosas, que
se produce con asombrosa naturalidad, es marca de la casa del gran Schubert. El
movimiento progresa con pasión creciente hacia la coda (“Più moto”) sobre el
tema inicial de la trompa, cerrándose con contundencia beethoveniana.
El segundo
movimiento se repliega hacia una confesión íntima: sobre un tema de marcha
lenta, “errante” (otra característica muy schubertiana), de reminiscencias
húngaras y que adquiere a veces un aire fúnebre, el oboe desgrana una cantilena
de tintes melancólicos. Inesperadas erupciones fortissimo interrumpen su
andadura. El segundo tema, en Fa mayor, de gran ternura e inefable melancolía,
está confiado a las cuerdas. La alternancia modal, tan propia de Schubert,
alcanza aquí una singular elevación poética. En un cierto momento irrumpe la
trompa con con una llamada misteriosa, cada vez más insistente y
desestabilizadora. La marcha se reanuda, implacable, progresando hacia un
clímax impresionante y angustioso (fff), que se corta de repente como
con cuchillo; tras un largo silencio “bruckneriano” escuchamos una celestial
melodía en los violonchelos. El movimiento concluye imponiéndose el tono
fúnebre mientras el ritmo de marcha se va diluyendo.
Un
enérgico e incisivo scherzo, “Allegro vivace”, se nos viene encima a
modo de una irrenunciable invitación (o incitación) a la danza. El trío es una
larga melodía, no exenta de nostalgia, confiada a los instrumentos de viento,
en especial a las trompas. Numerosas modulaciones de mayor a menor generan una
sensación de ambigüedad, constantes cambios de color (y de humor). Este scherzo,
que con todas las repeticiones es el más extenso compuesto hasta entonces (más
incluso que el de la Novena Sinfonía de Beethoven), nos anuncia a
Bruckner a la vuelta de la esquina, aunque aún falten cuarenta años para la Primera
Sinfonía del organista y compositor de Linz.
Con el
mismo tempo del scherzo, el cuarto movimiento, desusadamente
largo si se interpreta con las repeticiones, comienza con afirmativa y triunfal
vitalidad; más apasionada y fulgurante que monumental, esta sección se alterna
con un segundo tema, bastante bailable, también optimista, en trompas y
clarinetes; repleto de gracia y espontaneidad, su material se deriva del
precedente. Schubert no nos priva de un episodio de fluctuante tonalidad, que
arranca desde la oscuridad para alcanzar poco a poco la luz; en la reexposición
asistimos a una sorprendente modulación. La apoteósica coda, muy extensa, y
sobre un contundente, invariable fondo rítmico, concluye con una afirmación
beethoveniana, potente, grandiosa, tajante. Seguramente no es casual que al
comienzo del desarrollo apareciese una cita del tema de la “Oda a la alegría”
de la postrera Novena Sinfonía de Beethoven.
La también
última de Franz Schubert merece un puesto de honor entre las grandes sinfonías
del XIX, el siglo de la sinfonía por antonomasia, y su influencia se deja
sentir en numerosas obras del género, en particular en las de Bruckner.