La función transmitida en riguroso directo el 29 de abril desde La Scala de Milán fue una admirable y envidiable representación operística, con mayúsculas. El trabajo de equipo evidenció plena solidez, todo estuvo en su sitio, todo fue creíble; Verdi habló sin restricciones a través de lo que sonaba y de lo que se veía. Con una interpretación así queda muy claro que Simon Boccanegra –que nunca será una de las óperas más populares– es sin duda una de las más grandes y geniales de su autor.
Desde las primeras frases del Prólogo se apreció que la dirección musical de Daniel Barenboim no iba a ser una más. Así fue: siguiendo el ejemplo de Abbado (en concreto de su, modélica donde las haya, grabación para D. G. de 1977), fraseó con amplitud y nobleza, otorgó un papel crucial al color orquestal (con predominio de las tonalidades oscuras) y rigió con sabiduría las tensiones dramáticas. Los diferentes clímax fueron tremendos, pero su cantabilidad fue igualmente íntima, humanísima, de una belleza y expresividad muy intensas.
La Orquesta sonó muy bien (con algo de estridencia en las trompetas, si bien parte de esa sensación puede deberse a la transmisión) y magnífico el Coro, compacto, seguro, poderoso. Parte de la crítica italiana alabó la labor de la batuta, pero le achacó unos tempi algo lentos. En realidad le duró de 140 a 141 minutos (28’ + 55’ + 29’ o 30’ + 28’), o sea 3 o 4 minutos más que a Abbado, modelo de modelos. O sea, una diferencia apenas apreciable.
La escena, ni estrictamente tradicional (sí el precioso vestuario) ni abiertamente moderna, me pareció plásticamente muy hermosa y acertada, en buena parte por el manejo de la iluminación, y –muy importante– contribuye a centrar la atención en el drama y en la música, con los que está en buena sintonía (y sin distraer de ellos, como es tan frecuente).
“Lo de” Plácido Domingo no tiene nombre ni explicación: aparentemente recuperado de su operación (¡ojalá!), estuvo pletórico y entregadísimo; aunque su timbre no es propiamente baritonal, su color se ha oscurecido, su volumen es considerable, no tiene problemas en ninguna franja de la tesitura y... lo más importante: cantó como sólo él sabe y compuso una interpretación honda, rica, inmensamente sincera y sobrecogedora del complejo personaje titular. ¡Asombroso! Siento decirlo, pero todos sus colegas, del directo o del disco, de las últimas cuatro o cinco décadas, palidecen frente a su interpretación.
Admirable también Ferruccio Furlanetto (Fiesco), el único gran bajo-bajo italiano actual, con todo el color, consistente en la zona grave (la voz puede no parecer especialmente bella, pero sí es redonda, pastosa, rotunda), gran cantante y gran intérprete, enormemente comunicativo.
Sencillamente magnífica Anja Harteros (Amelia/ Maria), una lírica ancha de medios soberbios y canto absolutamente impecable. Si no se dedica a hacer ya mismo Leonoras de La forza o Giocondas, va a ser enseguida –si no lo es ya– una de las mayores sopranos de nuestros días.
Correcto, no mucho más, el Gabriele Adorno de Fabio Sartori, lo que no es poco en una época tan escasa en tenores líricos anchos. Es musical y posee buen gusto, casi una hazaña. Y otra gran sorpresa la de Massimo Cavalletti en el no muy largo pero sí muy comprometido papel de Paolo Albiani: creo que podemos estar ante un joven y ya hecho barítono verdiano. ¡Falta nos hace!
Al comenzar el Acto II, y en medio de los fuertes aplausos, un energúmeno bufó a Barenboim. El mismo energúmeno bufó, con idéntico y desagradable ulular, a Furlanetto cuando, en medio de una cálida acogida, salió a saludar al final. Es claro que el energúmeno debe de tener cuentas personales pendientes con uno y otro –tan inexplicable y extemporánea sonó su reacción– y quiso aprovechar la transmisión para ajustarles cuentas. Por las caras de ambos artistas, parece que estaban avisados de su presencia. (En el país que elige una y otra vez a Berlusconi, un caso así no es sino una anécdota mínima...).