Estatismo y reflexión
Sigfrido es la segunda o la tercera parte, según se mire, de El anillo del nibelungo; como es sabido, Wagner dividió esta gigantesca obra suya en un prólogo (El oro del Rin) y tres jornadas (La walkiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses); según esta división, Sigfrido es la “segunda jornada”. Sin embargo, El anillo es más conocido como Tetralogía, dentro de la cual Sigfrido es, pues, la tercera parte. División más cómoda ésta, y que parece más lógica, ya que resulta excesivo llamar “prólogo” a una ópera que dura veinte minutos más que Rigoletto o La traviata y cuarenta más que La bohème o Tosca; o que, sin salir de Wagner, sobrepasa la duración de El holandés errante.
Aunque para muchos sea una obviedad, puede que no esté de más recordar que El anillo del nibelungo es el proyecto –realizado– de mayor envergadura de la historia de la ópera, y no sólo por su ambición o extensión, sino sobre todo por su valor artístico y por su potencia innovadora: una obra absolutamente crucial dentro de la historia de la música.
Sigfrido es, curiosamente, la parte menos popular de las cuatro (cuando se adquiere en CD, DVD o Blu-ray por separado de la colección completa, es la que generalmente menores ventas obtiene; la que más es La walkiria). ¿A qué se debe esto? Tal vez a que carece de episodios tan famosos como la “Cabalgata de las walkirias” o la “Despedida de Wotan” en el caso de La walkiria, el “Viaje de Sigfrido por el Rin” y la “Marcha fúnebre” de El ocaso de los dioses. El oro del Rin tampoco contiene un episodio especialmente conocido, pero en este caso su brevedad relativa opera a favor de su popularidad, así como, tal vez, las incesantes peripecias de su argumento. Este último hecho, que la acción de Sigfrido sea mucho más que morosa que la de El oro o El ocaso (aunque no mucho más que La walkiria) y que tenga un número menor de personajes no obran precisamente a favor de la penúltima parte de El anillo. Como ha escrito Álvaro del Amo, “el probable desconcierto que provoca Sigfrido procede de su carácter estático y discursivo, que atormenta al lector con una detención de la cadena de peripecias cuando está deseando que el héroe mate al dragón y salve a la doncella. ¿Para qué volver una y otra vez sobre lo que ya sabemos?, se preguntará el impaciente receptor de la apasionante historia. La respuesta no es difícil: el autor quiere desplazarnos hacia un punto de vista diferente. Después de encandilarnos con un relato apasionante nos exige que nos detengamos a pensar. Ha llegado el momento de la reflexión: meditemos sobre el sentido de lo que hemos visto. Dilucidemos las conclusiones que cabe extraer de la gran saga. Estamos dentro aún del universo de lo maravilloso, pero ya es hora de que descubramos adónde conduce tanta maravilla. El cuento repetido se pone en perspectiva”.
Sin embargo, el melómano bien informado sabe que Sigfrido no atesora menos valores que sus hermanas; desde el punto de vista exclusivamente musical parece difícil negar la primacía de El ocaso, pero hay que apresurarse a afirmar que las otras tres partes son otras tantas obras maestras. Pese a ciertos altibajos, más en lo teatral que en lo musical, cualquiera de ellas posee méritos formidables para compararlas sin desdoro a las mejores óperas (o dramas musicales) de Wagner, Tristán y Parsifal incluidas. Y estamos hablando del mayor compositor de música teatral de todos los tiempos, por encima incluso de Mozart y Verdi.
Larga y compleja gestación
En fecha tan temprana como 1848, cuando sólo había completado dos obras maestras (El holandés errante y Tannhäuser) y dos años antes del estreno de Lohengrin, decidió ya Wagner concebir una gran saga sobre El anillo del nibelungo, poniéndose de lleno a redactar el texto. Faltaban 28 años para que completase el gigantesco proyecto. En 1850 redactó la primera música para él: páginas pertenecientes al Ocaso. Durante el año siguiente, ya estrenado Lohengrin, rellenó muchas páginas de papel pautado, ahora destinadas a Sigfrido y, en menor número, a La walkiria. A lo largo de todos esos meses el proyecto fue cobrando forma, por ahora sólo en la cabeza de Wagner, al tiempo que escribía varios ensayos literarios que le fueron aclarando las ideas sobre, entre otros asuntos, el nuevo modelo de ópera –el drama musical– que barruntaba. Puede fijarse en 1851 el momento en que resolvió la estructura global de la obra, en un prólogo y tres jornadas.
La elaboración de la gigantesca creación fue, como es natural, dilatada, y no rectilínea: en 1852 completó los libretos de La walkiria y El oro; la música de este último surgió entre noviembre de 1853 y septiembre de 1854, la de La walkiria entre junio del 54 y marzo del 56. La partitura de Sigfrido le ocupó desde enero del 56 a febrero del 71 (pues entre medias se “entretuvo” en “obritas” como Tristán e Isolda y Los maestros cantores), y la del Ocaso, de octubre del 60 a octubre del 74. En julio del 56 había detenido casi por completo el avance de Sigfrido para entregarse a Los maestros; en 1864 y 65 dio otros empujones a la penúltima parte del Anillo, que no volvió a retomar hasta 1868, el año del estreno de Maestros, culminando por fin Sigfrido en 1871.
Unidad de estilo
Lo que más puede asombrar al oyente atento de la Tetralogía y conocedor de su laboriosa gestación es la unidad de estilo y la prodigiosa trabazón de los numerosísimos leitmotive, la mayoría de los cuales aparecen en más de una de las cuatro partes. El plan global es de una perfección asombrosa y la evolución constante del artista apenas se deja sentir entre páginas que difieren más de dos décadas, cuando obras de Wagner que están separadas por muchos menos años transparentan diferencias notabilísimas debidas a la incansable e imparable evolución del artista (repárese, por ejemplo, en los tres lustros que separan a Lohengrin de Tristán).
Si bien algunos comentaristas señalan cambios estilísticos entre, sobre todo, los dos primeros y el tercer acto de Sigfrido, motivados según ellos por la brecha temporal que separa la composición de unos y otro, por el contrario no faltan razones para argüir que el enfoque aplicado a aquéllos y a éste es sumamente apropiado en cada caso; en definitiva, que aun habiéndolo escrito casi de corrido, Wagner habría podido perfectamente destinar a cada uno de esos actos un plan compositivo o un desarrollo formal y un color muy parecidos a los que de hecho, en cada caso, finalmente ostentan. O sea, que el Acto III no es que denote un estadio posterior en la evolución de Wagner frente a los dos anteriores, sino que pareciera obedecer a un plan consciente del autor. Lo cual no impide compartir la opinión de que el último gran dúo conclusivo de Sigfrido no habría sido posible sin mediar Tristán.
El personaje central
En 1851 Wagner ya tenía claro cómo quería modelar al personaje Sigfrido: “No quiero la figura convencional legendaria, sino a un hombre real, al desnudo, de quien vamos a poder observar la circulación y las pulsaciones de su sangre, las contracciones de sus músculos... un hombre joven, hermoso en todo el esplendor deslumbrante de su fuerza”. Ernest Newman, sin embargo, no es tan optimista sobre los arquetipos de Wagner, al que no tiene en gran consideración como dramaturgo (en esto, hoy casi todos los estudiosos le dan la razón): “Uno se pregunta cómo Wagner pudo alguna vez tomar tan en serio a estos títeres operísticos [...] Para él, Sigfrido era ‘el ser humano en la plenitud más natural y alegre de su manifestación física’ [...] En la actualidad apenas podemos considerar a Sigfrido bajo esta luz. Tal como lo conocemos en el libreto es, como dice Mr. Runcimann, más bien un joven censurable; no podemos reconciliarnos con su ingratitud ni con su fatuidad superatlética [...]: el cerebro de un gorrión en la cabeza de un buey. Tal como lo vemos en el escenario es, como mínimo, ligeramente ridículo, una especie de boy-scout demasiado grande. Sólo en su música aparece vivo de forma magnífica y tiene toda la seguridad de hacerse con nuestra simpatía. En realidad, los músicos sensibles no se preocupan mucho hoy de las implicaciones metafísicas o esotéricas de los dramas wagnerianos. Wotan deberá seguir en pie o caerse gracias a su propia grandeza dramática y a la calidad de la música que canta, no por el grado de excelencia con que ilustra una teoría particular de la voluntad”. Sin embargo, no olvidemos que el nombre que Wagner puso a su hijo fue precisamente Siegfried...
(continuará)