Opiniones de aquí y allá sobre música clásica, muchas veces a contracorriente, para que conozcan lo que opino algunos más que los amigos con los que me comunico directamente.
lunes, 29 de julio de 2013
Discografía de la Sinfonía “Patética” de Tchaikovsky
La Sexta y última Sinfonía de Tchaikovsky, la conocida como “Patética”, es probablemente la más genial de sus partituras orquestales. Es uno de esos no muy abundantes casos en que a la gran popularidad se unen unos méritos musicales indiscutibles: en suma, es una obra maestra que gusta a todos los melómanos, sean poco o muy entendidos.
Piotr Ilich Tchiakovsky fue un compositor de considerables altibajos, pero sus partituras más inmortales tienen un denominador común: la sinceridad. Su mejor música suele ser de autoconfesión personal, y en ninguna obra suya es esto más palpable que en su Sinfonía “Patética”, obra abiertamente terminal, que aboca al suicidio, como así ocurrió pocos días después de su estreno.
En esta Sinfonía Tchaikovsky parece retratar su propia existencia, pero dejando poco espacio a los placeres que de ella obtuvo, y cargando el acento en sus pesares y desgracias, la última de las cuales parece ser cuando sus antiguos compañeros de la Escuela de Jurisprudencia se reunieron con él instándole a suicidarse, para que no manchase con su homosexualidad y su conducta, según ellos impropia, el buen nombre de la institución.
La sinfonía concluye, por ello, en una especie de requiem para sí mismo. Estrenada en San Petersburgo el 16 de octubre de 1893, dirigida por él mismo, el compositor se suicidó veinte días después, el 6 de noviembre. La segunda interpretación, recién muerto Tchaikovsky, obtuvo por fin el éxito que le fue regateado en el estreno.
Obra magnífica y al mismo tiempo lucida para orquestas y directores, casi no hay gran director que se precie que no la haya llevado al disco. El número de grabaciones es elevadísimo, posiblemente superior al centenar.
La más antigua de que tenemos noticia es es de 1930: Sergei Kusseviztky al frente de la Orquesta Sinfónica de Boston, y 7 años posterior es otra de Eugene Ormandy con la Orquesta de Filadelfia (ambas editadas en CD por Biddulph). 1938 aporta otras dos: Willem Mengelberg con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (Teldec) y Wilhelm Furtwängler con la Filarmónica de Berlín (Biddulph); 1942, Arturo Toscanini con la Orquesta de Filadelfia, RCA al igual que la siguiente del mismo maestro italiano, concluida ya la segunda guerra mundial, en 1947, ahora con la Sinfónica NBC.
La lista de grandes maestros sigue agrandándose: en 1957 Fritz Reiner con la Orquesta Sinfónica de Chicago para RCA y Rudolf Kempe con la Philharmonia para EMI; en 1958 Sir John Barbirolli con la Hallé de Manchester para EMI, y en 1959 la de Ferenc Fricsay con la Orquesta Sinfónica de Radio Berlín (DG), interpretación que, seguramente, constituye un hito hasta ese momento: su dimensión trascendente es especial, y concluye en un nihilista y sobrecogedor Adagio lamentoso.
El Allegro con grazia es una página que, tras el primer movimiento, trae un poco de relajación de las preocupaciones: descrito irónicamente por un comentarista como “una especie de vals que no se puede bailar si no se tienen tres pies”, la sección central del mismo retorna a la dolorosa melancolía.
Siguiendo con nuestro repaso cronológico a las principales grabaciones de esta Sinfonía, nos encontramos con la primera del gran Evgeny Mravinsky con la Orquesta Filarmónica de Leningrado (DG 1961), versión en mi opinión sobrevalorada que hace agua por donde más duele, por una dudosa sinceridad:
se trata de una opinión subjetiva, por supuesto. Pero no única: la he hecho escuchar sin decir de cuál se trababa a algunos amigos melómanos, y han llegado a conclusiones similares a esa. Estas “pruebas de fuego” no suelen fallar: pues desaparecen todos los prejuicios.
1961 también suma a la lista a Dimitri Mitropoulos con la Filarmónica de Nueva York (Philips), Antal Dorati con la Sinfónica de Londres (Mercury) y Carlo Maria Giulini con la Philharmonia de Londres (EMI), extraordinaria en sus movimientos extremos.
Y 1962 aporta otras tres versiones de gran importancia, la primera de las cuales es la de Otto Klemperer (también con la Philharmonia y también en EMI).
La del colosal director alemán, admirable y sobrecogedora de principio a fin, no es una interpretación más, sino una aportación singularísima por lo que se refiere al “Allegro molto vivace”. Sobre el significado de este movimiento, dentro de una obra tan predominantemente trágica, se han escrito cosas muy dispares, si bien lo más habitual es considerarlo un episodio “dionisíaco”, acaso el recuerdo de las alegrías más desenfrenadas de la vida del compositor.
Eso parece ser lo que entienden también la mayor parte de los directores de orquesta. Sin embargo, hay algunos tratadistas musicales que no lo ven así: por ejemplo, el experto tchaikovskiano André Lischké escribe: “sentimos [este movimiento] como portador de una fuerza elemental, temible y destructora”. Recuérdese, además, y esto mismo puede aplicarse al 2º mov., que cuando la desgracia lo invade todo, recordar la felicidad pasada es doblemente doloroso.
Así parece entenderlo, casi en solitario entre tantas interpretaciones grabadas, Otto Klemperer, quien, dándole la vuelta al carácter jubiloso de este episodio, lo convierte en una especie de marcha lenta, contenida, cada vez más contundente y despiadada, salvaje a veces, tremendamente inexorable y, a fin de cuentas, terrible. No queda, pues, en su versión de toda la Sinfonía apenas un rayo de luz.
Con una análisis asombrosamente lúcido y clarificador (en ninguna otra grabación se oye todo, todo lo escrito), esta aportación, puede que discutible, es sin duda verdaderamente genial y confirma a este director como eso mismo, un genio. Pero no se trata sólo de un brillante experimento: me parece que es muy verosímil entender así esta música.
Otras espléndidas interpretaciones de ese mismo año 1962 son la de Rafael Kubelik con la Orquesta Filarmónica de Viena (EMI) y la de Igor Markevitch con la Sinfónica de Londres (Philips), sobria, severa y durísima, ajena a la menor retórica, tremendo documento de uno de los mayores directores rusos del siglo XX, acaso el mayor.
Importantes son, así mismo, siguiendo el orden cronológico, las de Herbert von Karajan con la Filarmónica de Berlín (DG) y la de Lorin Maazel con la Filarmónica de Viena (Decca), ambas de 1964, Evgeny Svetlanov con la Sinfónica de la URSS (Melodiya 1967), la primera de Leonard Bernstein con la Filarmónica de Nueva York (CBS/Sony), espléndida pero incomparablemente menos personal e inferior a la de los mismos intérpretes dos décadas más tarde, la de Leopold Stokowski con la Sinfónica de Londres (RCA 1973), estupenda si no fuera por alguna aislada pero chirriante excentricidad, la de Claudio Abbado con la Filarmónica de Viena (DG 1974), una interpretación ortodoxa, sin la menor retórica, llena de verdad, fuerza y desesperación: uno de los referentes de la discografía. Y, del mismo año, la asimismo espléndida de Seiji Ozawa con la Orquesta de París (Philips).
Antes de concluir esa década aparecen otras destacadas versiones de la Sinfonía “Patética”: Sir Georg Solti con la Sinfónica de Chicago en Decca 1976, Karajan con la Filarmónica de Berlín en DG 1977 y Mstislav Rostropovich con la Filarmónica de Londres en EMI ese mismo año, Bernard Haitink con la Concertgebouw de Amsterdam (Philips 1979, una de las interpretaciones más admirables que existen), Vladimir Ashkenazy con la Philharmonia (Decca) y Riccardo Muti con la misma orquesta para EMI.
La década de los 80 añade a la interminable lista la de Giulini con la Filarmónica de Los Ángeles (DG 1981, inferior a la suya de 20 años antes), Mravinsky con la Filarmónica de Leningrado (en público, Erato 1982, demasiado similar a la suya 21 años anterior). A este respecto, vendrá bien contar una anécdota ocurrida entre Klemperer y Bruno Walter. En una ocasión coincidieron en el ascensor de un hotel de Viena y Walter le preguntó: “¿Escuchó usted la Cuarta Sinfonía de Mahler que dirigí el otro día?” “Sí, le contestó Klemperer; idéntica a la que dirigió usted años atrás”. Y añadió: “¡Se lo tomó como un cumplido!”
Seguimos con nuestra relación de grabaciones: la de Karajan con la Filarmónica de Viena (DG 1985), quizá la mejor de las cuatro que grabó, Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Telarc 1986), Mariss Jansons con la Filarmónica de Oslo (Chandos 87), el mismo año que la gloriosa interpretación de Bernstein para DG, que muchos consideran (se incluye quien esto escribe) simple y llanamente la más genial de la historia del disco. Una interpretación nada ortodoxa, de gran lentitud, sobre todo en el finale, pero de una verdad y de una intensidad emocional casi insoportable.
Siguen la de Giuseppe Sinopoli con la Philharmonia (DG 1990), Charles Dutoit con la Sinfónica de Montreal (Decca 91) y la de Sergiu Celibidache con la Filarmónica de Múnich (EMI, en público 1992), una muy personal recreación un tanto discutible, pero magnífica, tras un primer movimiento en exceso moroso; el 3º se acerca a lo logrado por Klemperer, tanto en significado como en claridad expositiva.
La lista continúa con Yuri Temirkanov y la Filarmónica de San Petersburgo (RCA 1993), Abbado con la Sinfónica de Chicago para Sony, mucho menos sincera y convincente que la suya anterior, y otras tres versiones francamente decepcionantes: Valery Gergiev con la Orquesta del Kirov de San Petersburgo (Philips 1995), Ozawa con la Saito Kinen (Philips 96) y Mijail Pletnev con la Orquesta Nacional Rusa (DG del mismo año).
La relación termina, por el momento, con la impetuosa y desesperada visión de Daniel Barenboim con la Sinfónica de Chicago (Teldec, 1998, una de las grandes) y con Antonio Pappano y la Orquesta de la Academia Santa Cecilia de Roma (EMI 2007), un conjunto sinfónico que no es de primera línea pero del que Pappano obtiene un considerable rendimiento.
domingo, 21 de julio de 2013
Discografía de “La alborada del gracioso” de Ravel, en piano y en orquesta
Cuarta de las cinco piezas de que consta la colección pianística de 1905 Miroirs (Espejos) de Ravel, la Alborada del gracioso es un ejemplo perfecto del arte de Ravel como compositor para el piano y, además, como orquestador. Pues ambas versiones, la de piano y de la orquesta, son un prodigio de escritura, y compararlas es un ejercicio perfecto para comprobar esa excepcional maestría en ambos terrenos. Escuchando sólo la pieza pianística, parece imposible mejorarla pasándola a orquesta (es la misma impresión que queda después de conocer los originales de la Iberia de Albéniz y su orquestación, en cierto modo fallida, de Arbós: que el original es superior).
Pero si conociéramos sólo la versión orquestal de la Alborada del gracioso, estaríamos convencidos de que todo ese despliegue de notas y colores no se puede meter en un piano; lo que, tratándose de Ravel, evidentemente no es cierto.
En definitiva, Ravel es uno de los rarísimos casos de toda la historia de la música en que esas dos versiones de una misma música son posibles en su más alta expresión: se complemetan, y seríamos mucho más pobres si sólo conociéramos una de ellas.
Ambas versiones, la pianística y la orquestal, exigen de sus intérpretes un alto grado de virtuosismo. Señalaremos, para concluir esta introducción, un hecho que no tiene nada de sorprendente: las interpretaciones pianísticas vienen a durar de media como un minuto menos que las orquestales, sin que éstas den la impresión de ser más lentas que aquéllas. La frondosidad orquestal requiere, para ser escuchada con nitidez, un tempo algo más lento que el del piano.
Haciendo un breve repaso por las grabaciones pianísticas de la Alborada del gracioso, la primera es la velocísima y centelleante, pero limpiamente tocada por el gran Dinu Lipatti (EMI 1948), a la que sigue el año siguiente la no muy diferente de Walter Gieseking (Dante), intérprete destacado sobre todo de Debussy y Ravel; la de Robert Casadesus (Sony 1952), algo insípida;
Vlado Perlemuter en Vox 1956; la encendida de Emil Gilels (Philips 1961); Sviatoslav Richter (Praga 1965, en público), interpretación singular, negra, huraña, a veces enloquecida, siempre radical; Werner Haas (Philips 1968, dentro de una integral pianística de Ravel), y Monique Haas (Erato 1968), dentro también de una grabación integral. Es ésta una interpretación que subraya la inspiración española de la pieza, en especial las conexiones con Falla (más que quizá con Albéniz), muy clara en las superposiciones temáticas, y sin la tentación de correr para evitar atropellamientos o borrosidades.
Tras esta grabación, podemos señalar las de Claude Helffer (Harmonia Mundi 1970), la de Cécile Ousset (Berlin Classics 1972), Pascal Rogé (Decca 1974), Philippe Entremont (Sony 1975), todas ellas notables. Y más que notables, la de Jean-Philippe Collard (EMI 1978), Paul Crossley (CRD 1984) y Louis Lortie (Chandos 1989), las tres realmente estupendas, antes de llegar a la de Jean-Yves Thibaudet (Decca 1992), técnicamente deslumbrante (quizá más francesa que la de Monique Haas, que como dijimos mira mucho a España), llena de gracia y desparpajo, con un finísimo sentido del color y rica en sugerencias. Un acierto pleno, en suma. Posterior a esta grabación pueden también señalarse las espléndidas versiones de François-Joël Thiollier, para Naxos en 1994, y de Angela Hewitt, para Hyperion en 2002.
Thibaudet
Y pasamos ahora a la versión orquestal, realizada por el compositor en 1918. Las grabaciones orquestales se remontan hasta 1926, cuando Otto Klemperer la llevó al disco con la Orquesta de la Ópera Estatal de Berlín. Damos un salto de un cuarto de siglo, hasta 1952, en que Ernest Ansermet y la Orquesta de la Suisse Romande de Ginebra la registran para Decca; seis años después llega Fritz Reiner con la Orquesta Sinfónica de Chicago para RCA; un año más tarde Eugene Ormandy con la Orquesta de Filadelfia para CBS, hoy Sony, y en 1962 Paul Paray con la Orquesta Sinfónica de Detroit (Mercury) y André Cluytens con la Orquesta del Conservatorio de París (EMI). Hasta ese momento, Ansermet, Reiner y Cluytens eran los principales referentes.
La relación prosigue con Serge Baudo y la Orquesta Filarmónica Checa para Supraphon en 1965 y Rafael Frühbeck de Burgos con la New Philharmonia para Decca al año siguiente: la primera muy ortodoxa, un poco pálida, y la segunda en extremo rutilante. En la década de los 70 nos encontramos con Herbert von Karajan al frente de la Orquesta de París (EMI 1972), una versión de enorme refinamiento, si bien un tanto exagerada en la lentitud de su tempo: ocho minutos y medio frente a una media de siete y medio. La grabación de Pierre Boulez con la Orquesta de Cleveland (CBS/Sony, hacia 1973) supuso un hito en la discografía existente hasta entonces: moderna, objetiva pero no indiferente, incisiva, de una claridad sorprendente y de una ejecución formidable.
Un par de años más tarde, en 1975, aparecen la brillante y más bien superficial versión de Seiji Ozawa con la Sinfónica de Boston (D.G.) y, en el sello EMI, dentro de una integral orquestal de Ravel, la interpretación de Jean Martinon en el podio de la Orquesta de París, que se sitúa de inmediato a la cabeza de la discografía. Con un tempo más bien despacioso, pero nunca forzado, que permite una transparencia extrema y una gran variedad en las acentuaciones; con grandes dosis de ironía y una exacta captación de lo español, la actuación orquestal es modélica, con un colorido fascinante; destaca un sensacional solista de fagot.
Martinon
Un año posterior a la de Martinon, de 1976, es la grabación de Leonard Bernstein con la Orquesta Nacional de Francia (CBS/Sony), algo decepcionante lo mismo por la orquesta que por la batuta, así como por la toma de sonido un tanto desequilibrada y artificial. El gran director norteamericano sólo logró en esta ocasión destellos aislados. De mediados de los 70 data, al parecer, otra no muy lograda versión de otro gran director: la de Lorin Maazel con la Orquesta Nacional de Francia (CBS).
Otro año más tarde, en 1977, aparece una de las pocas interpretaciones indiscutidas de esta partitura: es del sello Philips y está a cargo de Bernard Haitink y la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Versión festiva, diáfana y colorista, intachable en lo estilístico, sin pretensiones de originalidad o trascendencia, y maravillosamente bien tocada.
La siguiente gran versión es la de Charles Dutoit, Decca 1982, uno de los mejores traductores de la música francesa, que logra una plasmación sonora luminosa, grácil y con desparpajo, fresca y espontánea, con un certero sentido de lo español que late en la partitura. Otra gran actuación de la Orquesta Sinfónica de Montreal, que aunque no sea tan buena como la que más, está más en su salsa que casi todas ellas. Soberbio solo de fagot. Es quizá la interpretación que más se acerca al nivel y a la propiedad, incontestable, de la de Martinon. De ese mismo año 1982 data la soberbia lectura de Riccardo Muti con la Orquesta de Filadelfia (EMI), versión rutilantemente virtuosa y de deslumbrante colorido.
En los últimos tres lustros del siglo XX se sumaron a esta lista una decena de grabaciones de notable o alto valor: en 1987 la brillante y virtuosista de Seiji Ozawa con al Sinfónica de Boston (DG), en 1988 la elegante y fluida de Jesús López Cobos con la Orquesta de Cincinnati (Telarc), y la de Claudio Abbado con la Sinfónica de Londres (DG 1989). Esta última no se sitúa, ni mucho menos, al nivel de sus grandes logros ravelianos en la misma colección, por ejemplo de La Valse: no muy transparente ni dotada de especial gracia o humor, y con algunos momentos estruendosos y otros dulzones.
La década de los 90 se enfila con Simon Rattle al frente de la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham (EMI 1990), a la que sigue un año después una de las versiones más interesantes de la obra, no muy ortodoxa: la de Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Teldec), tal vez en la línea de la primera de Boulez, si bien no tan lograda.Otro año más tarde, en 1992, aparece la rutilante versión de Daniel Barenboim con la Orquesta Sinfónica de Chicago para Erato, que suscitó considerable división de opiniones: de contrastes dinámicos muy acentuados y con arranques bruscos, con frases que curiosamente suenan muy amargas, lo que es fácil compartir es la excepcionalidad de la ejecución: una orquesta perfecta con solistas de excepción.
Muy diferente de la suya dos décadas anterior, en 1994 vuelve Pierre Boulez, ahora para DG y con la suntuosa Filarmónica de Berlín. Versión quizá en exceso opulenta y refinada, hasta lo decadente: características muy poco propias del gran director y compositor francés. “Espectacular y fría”, escribió de ella un conocido crítico. La lista se cierra con dos intachables versiones: la de Kent Nagano con la Orquesta de la Ópera de Lyon (Erato 1996) y Haitink con la Sinfónica de Boston (Philips 1997), sin apartarse gran cosa de la suya anterior.
martes, 16 de julio de 2013
Solti, gran intérprete de Haydn desde bien pronto
En 2003 Decca publicó un álbum de 4 CDs titulado “Solti. The first recordings as pianist and conductor 1947-1958” que desvelaba algunas de las primeras importantes interpretaciones del admirado maestro húngaro. Entre ellas destacaban, para mi gusto, la Suite de danzas y la Música para cuerda, percusión y celesta de Bartók grabadas en 1952 y 1955 con la London Philharmonic, así como una Suite de Háry János de Kodály con la Orquesta Estatal de Baviera de 1949. Pero la cajita también incluía algún horror: un Concierto para violín de Beethoven con el anticuadísimo Mischa Elman y la LPO, de 1955. Como pianista, me interesa mucho más su contribución que la de su partenaire Georg Kulenkampff en las 3 Sonatas de Brahms y en la “Kreutzer” de Beethoven.
Pero hete aquí que la propia Decca pone a disposición de los internautas otras grabaciones del primer Solti prácticamente desconocidas, varias de las cuales me las ha pasado un amigo, y que tienen quizá mejor nivel que las del referido álbum. Además de interesantes Mendelssohn (“Escocesa” e “Italiana” de 1952 y 1958), Mozart (Sinfonías 25 y 38 de 1954), de una espléndida Cuarta de Beethoven de 1950 (¡muy haydniana, por cierto!), y también de algún chasco (una bruta y atropellada Serenata de Tchaikovsky de 1958), aparecen tres Sinfonías de Haydn sen-sa-cio-na-les: una “Militar” de 1954, una 102 de 1951 y una “Redoble de timbal” de 1949, las tres con la London Philharmonic.
Ya sabía bien que Solti había llegado en su madurez a ser un maravilloso intérprete de Haydn (ahí están sus tres Creaciones, una de ellas en DVD, y sus Estaciones, además de uno de los dos mejores ciclos de Sinfonías de Londres que conozco; el otro es el de Colin Davis), pero ignoraba que muchos años antes, cuando se solía hacer un Haydn plúmbeo o a lo “papá” (Knappertsbusch, C. Krauss, Beecham o Horenstein, por ejemplo, entre otros), Solti se adelantara claramente a su época con un Haydn vigoroso, enérgico, vital, incluso electrizante y tremendamente optimista, aunque no desprovisto de meditación e incluso de melancolía. Así son estas tres de las últimas y más geniales Sinfonías haydnianas grabadas a finales de los 40 y principio de los 50. No suenan muy allá, pues son monoaurales y tienen algo de distorsión en los agudos, pero ¡qué interpretaciones! Me gustan tanto o más aún que las que recuerdo de Furtwängler, Bruno Walter o Barbirolli o de aquellos años. Algún tiempo después, recogiendo el testigo de Solti, irían llegando los Reiner, Szell, Van Beinum, Markevitch, Cluytens, Jochum, ¡Klemperer!, Dorati, Bernstein, Végh...
sábado, 13 de julio de 2013
Las tres últimas Sonatas de ¿Beethoven? por Glenn Gould
Recordaba estas versiones, que tuve en musicassette. Ahora las he visto baratitas (a 4,99 €) en la FNAC y me he animado a comprar el CD. Porque si bien procuro que mis discos sean buenas versiones en un 99% de los casos, ¿por qué no dejar un 1% –o aunque sea menos aún– para versiones no ya malas (que tienen poca gracia), sino ho-rri-bles, que vaya si pueden tenerla?
Juro a quien no lo conozca, que este CD (Sony 8697147482) es uno de los peores, si no el peor, de mi discoteca, que se acerca a los cuarenta mil cedés.
Glenn Gould no está entre mis pianistas favoritos, ni mucho menos, pero admito que algunas de sus grabaciones son buenas interpretaciones, y bastantes otras pueden tener interés. Esta lo tiene, pero, claro, de aquella manera que ya he explicado: es un inmejorable ejemplo para explicar en mis cursos de Alcobendas cómo una misma obra puede ser interpretada de modos muy distintos, y cómo una interpretación desastrosa es capaz de convertir una obra capital en una cagada (sobre todo para quien no conozca esa obra interpretada con respeto y talento). A este respecto, recuerdo cómo una interpretación gris y aburrida me hizo creer que la Sinfonía de César Franck era una obra de segunda clase. ¡Hasta que se la escuché a Furtwängler! (su grabación Decca, con la Filarmónica de Viena).
Bueno, básicamente, Gould, que grabó estas tres Sonatas en 1956, las utiliza como vehículos para mostrar cuánto era capaz de hacer correr sus dedos sobre el teclado, reproduciendo casi siempre las notas con nitidez. Es decir, ya que no es capaz de penetrar en el significado, en la entraña, de la música, opta por lo que miles, decenas de miles, de pianistas de todo el mundo pueden hacer tan bien como él (no hay más que asistir a concursos de piano). Mientras tanto, deja en evidencia que lo de entrar en la hondura de estas músicas geniales está, sigue estando, al alcance de muy pocos, contadísimos, artistas en el mundo entero.
Como buen provocador, Gould se permite afirmar (lo recoge el libretillo, de 4 páginas) que el primer movimiento de la Sonata 32 es música endeble, y que por eso hay que tocarla a toda prisa para llegar a la Arietta. En efecto, consecuente con esa opinión sobre una de las páginas más geniales de la historia de la música, y tras una introducción (“Maestoso”) casi aceptable, el “Allegro con brio ed appassionato” lo reduce a una insensata carrera de insultante banalidad, que se carga por completo la música, la arrasa. Este movimiento, que a su máximo traductor, Barenboim, le dura pocos segundos más o menos de diez minutos según las ocasiones, queda aquí reducido a 7’15”. Pero bueno, llegamos a la Arietta (“Adagio molto semplice e cantabile”) con la esperanza de que a Gould sí le guste. Pero no, tampoco. Sencillamente, no se entera. Los veinte minutos de Barenboim (poco más o poco menos) se quedan en 15’15”.
La Sonata 30, también desquiciadamente veloz y no siempre bien tocada, está desprovista de sentido: Gould, de nuevo, no entiende nada: es casi casi tan repulsiva como la 32. Y la 31 un poquito menos horrorosa y bastante aburrida, sólo eso.
lunes, 1 de julio de 2013
RATTLE CON LA FILARMÓNICA DE BERLÍN Y BRAUNSTEIN: SABOR AGRIDULCE
Beethoven
no es, ni mucho menos, uno de los fuertes de Sir Simon Rattle: lo deja bien
patente en su grabación del ciclo sinfónico, en una interpretación de la Novena
Sinfonía en un campo de concentración nazi y en la que acaba de hacer en
Madrid (y que le escuché, no entera, en la retransmisión de Radio Clásica).
Sorprende,
pues, la crítica laudatoria de Juan Ángel Vela del Campo en “El País” (27 de
junio; aunque lejos de echar las campanas al vuelo, como otras veces con este
director): “¡Qué hermosura de interpretación! [...] Fue espontánea, alegre,
ligera de sonido, virtuosa y fresca en el 2º movimiento, de una emoción
sosegada en el 3º. Sin cargas filosóficas a lo Furtwängler, sin densidades
sonoras a lo Thielemann, sin tendencias analíticas a lo Abbado, sin dominio
estructural a lo Klemperer”. Estos calificativos ya nos ponen la mosca detrás
de la oreja, pues varias de esas características no parecen las más adecuadas
para hacer justicia a la Novena de Beethoven ¿no creen? ¿Cómo pudo,
entonces, ser una “hermosura de interpretación”?
Por
cierto, dos de los directores citados no son, qué le vamos a hacer, grandes
intérpretes beethovenianos: Thielemann, en su ciclo con la Filarmónica de Viena
(¡en CD, DVD y Blu-ray!), teóricamente dentro de una gloriosa tradición
germana, salpica sus versiones de ocurrencias (¡no de ideas!) y de
detalles de gusto dudoso por su amaneramiento (¡pecado mortal en Beethoven!). Y
Abbado no ha hecho aportaciones destacables a la interpretación del Gran Sordo,
lo siento mucho. De todas las grabaciones de este autor que le recuerdo, sólo
me parecen realmente muy bien un “Emperador” con Barenboim y un Tercer
Concierto con Brendel, ambos en DVD. Ni una sola de sus Sinfonías me ha
gustado mucho, y varias me producen auténtica grima. Y, claro, no deja de ser
curiosa la ausencia en esa lista de directores del mayor beethoveniano de los
últimos lustros, Barenboim (del que, por cierto, por fin sus 9 Sinfonías salen
también en DVD: Decca publica hoy mismo, 1 de julio –no aún en España– en un
álbum de 4 DVDs, las que dirigió en los “Proms” de Londres en 2012 y de las que
he hablado maravillas en este blog).
Bueno,
pero vamos a lo único que le he escuchado en directo a Rattle y los Berliner
Philharmoniker en esta última visita a Madrid: el concierto de ayer, 30 de
junio, con un programa más bien extraño: una Obertura de La flauta mágica
con una introducción un poco a lo instrumentos originales seguida de un
allegro sin rastro de ese enfoque. La afinidad del de Liverpool con Mozart me
dio la impresión de que es mínima: varios pequeños hallazgos fuera de
lugar, nada naturales, y una ejecución ¡¡no impecable!! (¿falta de
ensayos?...)Siguió un Blumine (episodio felizmente descartado por Mahler
como 2º mov. de su Primera Sinfonía) sencillamente ideal, sin apenas
asomo del lirismo empalagoso al que la pieza se halla abocada, y de una
excepcional sutileza tímbrica. Magnífico el solista de trompeta, como toda la
orquesta.
Lo
mejor y más sustancioso de la velada fue el bellísimo y emocionante Concierto
para violín de Alban Berg con el que, al parecer, Guy Braunstein, primer
concertino de la Filarmónica desde 2000, se despedía de la orquesta para
dedicarse de lleno a la tarea de solista y camerista. La verdad, tras
escucharle, además de varias obras de cámara, el Concierto de Brahms
(con Nelsons) y el de Berg, estoy convencido de que este joven es un violinista
de primer orden: son obras a las que sólo un gran violinista y, a la vez, un
gran músico puede hacer justicia. Con un sonido que recuerda no poco al de su
maestro Pinchas Zukerman –redondo, grande, muy hermoso– y un mecanismo más que
suficiente (armónicos y sobreagudos de gran seguridad), Braunstein demostró
saber bien qué se traía entre manos con este Concierto en particular,
totalmente en estilo y transmitiendo con intensa emoción su peculiar mundo
interior. En los últimos días me he escuchado las grabaciones de Grumiaux y
Markevitch, Menuhin y Boulez, Perlman y Ozawa, Chung y Solti, Zukerman y Boulez
(mi versión favorita), y puedo afirmar que ninguna de estas ilustres batutas me
ha gustado más que Rattle ayer, totalmente en su elemento en este mundo, cuyas
connotaciones con Wozzeck me parece que puso muy de relieve.
Pero
con Schumann volvieron mis reservas: en la Sinfonía “Renana”, una obra
en la que es más difícil atinar de lo que puede parecer, no me convenció gran
cosa, pese a pasajes y hasta movimientos muy logrados (el Scherzo en concreto).
De entrada, la sonoridad, antes que bien empastada y equilibrada, me pareció
más brillante (y hasta hiriente) de la cuenta, resaltando a veces en exceso
ciertos instrumentos (las flautas en muchos momentos, por ejemplo). El primer
mov. fue más rápido que apasionado, el tercero, algo apresurado, apenas hizo
las funciones de lento meditativo, lo que desplazó más bien al 4º, que sin
embargo estuvo hecho como a cachos, con frases a veces un poco inconexas; aun
así, tuvo pasajes de religiosidad a lo Mendelssohn muy emotivas. Y en el 5º
predominó una alegría tal vez demasiado extravertida con discutibles momentos
jocosos, concluyendo en una coda demasiado acelerada y ruidosa. No faltaron,
como digo, frases muy hermosas y delicadas, así como una encomiable
transparencia en toda la obra, pero ésta careció de unidad y el idioma
schumanniano no terminó de cuajar. En cuanto a la orquesta, pese a la
intervención de solistas y grupos (las trompas) extraordinarios, no me
entusiasmó por falta de equilibrio entre las familias y por una sonoridad con
tendencia a los excesos.
En
resumen: confirmo mi opinión de que Rattle es, en muchos autores,
particularmente del siglo XX, una auténtica autoridad, pero ni mucho menos lo
es en otros compositores muy importantes (Mozart, Beethoven y Schumann entre
ellos: al parecer, la Segunda del día anterior convenció menos que la “Renana”).
Compositores que, por cierto, han sido históricamente base del repertorio
natural de la Filarmónica de Berlín, institución que tiene una gran
responsabilidad con la gran tradición musical centroeuropea. En estos autores,
otras batutas la hacen sonar con mucha más propiedad. O sea, ¡mejor!
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