Recordaba estas versiones, que tuve en musicassette. Ahora las he visto baratitas (a 4,99 €) en la FNAC y me he animado a comprar el CD. Porque si bien procuro que mis discos sean buenas versiones en un 99% de los casos, ¿por qué no dejar un 1% –o aunque sea menos aún– para versiones no ya malas (que tienen poca gracia), sino ho-rri-bles, que vaya si pueden tenerla?
Juro a quien no lo conozca, que este CD (Sony 8697147482) es uno de los peores, si no el peor, de mi discoteca, que se acerca a los cuarenta mil cedés.
Glenn Gould no está entre mis pianistas favoritos, ni mucho menos, pero admito que algunas de sus grabaciones son buenas interpretaciones, y bastantes otras pueden tener interés. Esta lo tiene, pero, claro, de aquella manera que ya he explicado: es un inmejorable ejemplo para explicar en mis cursos de Alcobendas cómo una misma obra puede ser interpretada de modos muy distintos, y cómo una interpretación desastrosa es capaz de convertir una obra capital en una cagada (sobre todo para quien no conozca esa obra interpretada con respeto y talento). A este respecto, recuerdo cómo una interpretación gris y aburrida me hizo creer que la Sinfonía de César Franck era una obra de segunda clase. ¡Hasta que se la escuché a Furtwängler! (su grabación Decca, con la Filarmónica de Viena).
Bueno, básicamente, Gould, que grabó estas tres Sonatas en 1956, las utiliza como vehículos para mostrar cuánto era capaz de hacer correr sus dedos sobre el teclado, reproduciendo casi siempre las notas con nitidez. Es decir, ya que no es capaz de penetrar en el significado, en la entraña, de la música, opta por lo que miles, decenas de miles, de pianistas de todo el mundo pueden hacer tan bien como él (no hay más que asistir a concursos de piano). Mientras tanto, deja en evidencia que lo de entrar en la hondura de estas músicas geniales está, sigue estando, al alcance de muy pocos, contadísimos, artistas en el mundo entero.
Como buen provocador, Gould se permite afirmar (lo recoge el libretillo, de 4 páginas) que el primer movimiento de la Sonata 32 es música endeble, y que por eso hay que tocarla a toda prisa para llegar a la Arietta. En efecto, consecuente con esa opinión sobre una de las páginas más geniales de la historia de la música, y tras una introducción (“Maestoso”) casi aceptable, el “Allegro con brio ed appassionato” lo reduce a una insensata carrera de insultante banalidad, que se carga por completo la música, la arrasa. Este movimiento, que a su máximo traductor, Barenboim, le dura pocos segundos más o menos de diez minutos según las ocasiones, queda aquí reducido a 7’15”. Pero bueno, llegamos a la Arietta (“Adagio molto semplice e cantabile”) con la esperanza de que a Gould sí le guste. Pero no, tampoco. Sencillamente, no se entera. Los veinte minutos de Barenboim (poco más o poco menos) se quedan en 15’15”.
La Sonata 30, también desquiciadamente veloz y no siempre bien tocada, está desprovista de sentido: Gould, de nuevo, no entiende nada: es casi casi tan repulsiva como la 32. Y la 31 un poquito menos horrorosa y bastante aburrida, sólo eso.
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