El 1 de febrero de 1733 moría Augusto el Fuerte, Príncipe elector
de Sajonia y Rey de Polonia. A raíz de este suceso se decretaba la prohibición
de interpretar música en todas las iglesias de su territorio hasta la
coronación de quien habría de sucederle. Johann Sebastian Bach, afincado por
entonces en la ciudad sajona de Leipzig como Cantor en la Iglesia de Santo
Tomás, se encontró de improviso mucho más libre de ocupaciones y decidió
aprovechar la circunstancia para componer un Kyrie y un Gloria, y
enviárselos a Federico Augusto II, sucesor de Augusto el Fuerte. Bach había
compuesto anteriormente multitud de obras corales sacras –el Magnificat, La
Pasión según San Juan, La Pasión según San Mateo y casi dos centenares de
cantatas– pero no, aún, misa alguna. Kyrie y Gloria, para la
liturgia católica sólo las dos primeras partes de una misa, constituían sin
embargo para la protestante (la confesión profesada por Bach) toda una misa
“luterana”, desde que Lutero acabase fijándolo así, al desterrar de la liturgia
las partes restantes (Credo, Sanctus y Benedictus, Agnus Dei) e
inclinarse sobre todo por los corales y las cantatas sobre textos poéticos, no
bíblicos.
Bach acompañó el envío de dicha misa “breve”, o mejor dicho, “abreviada”
(denominada así con mayor propiedad que “luterana”) de una carta, fechada el 27
de julio de ese año 1733, en la que pedía a Federico Augusto, con el
acostumbrado tono servil de la época, “un puesto en su Orquesta de la Corte [...]
Si accediese graciosamente a mi ruego, me impondría una obligación infinita y
me ofrecería con la mayor obediencia, mostrando mi constante e infatigable
diligencia en la composición de música para la iglesia y también para la
orquesta [...], dedicando todos mis esfuerzos a su servicio y permaneciendo
fiel en todo momento a su Alteza Real”. Petición que, por cierto, no fue
atendida hasta más de tres años después (el 17 de noviembre de 1736), y con
carácter sólo honorífico, sin obligaciones de hecho ni aumento de sueldo.
En 1747, catorce años después de la composición de dichos Kyrie
y Gloria, Bach se dispuso a completar una misa “ordinaria” (“católica”)
y, aunque entretanto había compuesto otras cuatro misas “breves” (BWV
233-236), decidió hacerlo sobre aquel primer intento suyo, sin duda el más
sabio y el de mayor grandeza y ambición, ya que la mayor parte de los grandes
compositores precedentes habían escrito al menos una misa “completa”. ¿Iba él a
quedarse al margen de esa fructífera tradición, consciente como era de su papel
en la historia de la música?
Para completarla, Bach se basó en música suya compuesta
anteriormente, en buena parte, pero no por comodidad o apatía –lo que habría
sido difícilmente aceptable para una partitura de tales ambiciones–, sino con el
propósito de ampliar y perfeccionar procedimientos ya ensayados por él, de
grandes potencialidades y que no había desarrollado cuanto merecían ni llevado
hasta sus últimas consecuencias. Es el caso de la transformación del coral de
la Cantata BWV 12 “Weinen, Klagen, Sorgen, Zagen” (1714) en el Crucifixus
de esta Gran Misa. Pese a lo heterogéneo de la procedencia de estos
materiales, no cabe duda de que Bach comprendía la necesidad de conferir unidad
a la obra completa, y hubo de poner a prueba toda su sabiduría para lograrlo.
De hecho –pese a la división en bloques que, cronológicamente, puede hacerse– si
desconociésemos las circunstancias de su gestación nos resultaría difícil
percibir esa diversidad de orígenes o notar alguna costura entre dichos
bloques. Esta formidable unidad arquitectónica global es la mejor prueba contra
quienes han sostenido que Bach no pretendió componer una obra única, sino
cuatro grandes partes independientes destinadas al culto luterano.
La Misa en Si menor, BWV 232, es una de las últimas grandes
(en extensión y valor) partituras bachianas –el Libro II de El clave bien
temperado, los corales de la parte III del Clavier-Übung, la Ofrenda
musical, El arte de la fuga– que constituyen una especie de
compendio del inmenso saber musical de su autor. Máxime teniendo en cuenta que
las dimensiones de esta Misa –la mayor de cuantas hoy permanecen en el repertorio– exceden con
mucho las funciones litúrgicas que, al menos hasta entonces, las misas habían
de cumplir (el otro gran ejemplo posterior de misa al margen de la liturgia,
por su duración y, sobre todo, por su carácter “no apto para el culto”, es la Missa
Solemnis de Beethoven, la otra gran misa que sigue en dimensiones a la de
Bach y que guarda no pocos paralelismos con ella).
Además de summa de su propia ciencia compositiva, el caso
de la Misa en Si menor tiene unas características añadidas que la
singularizan en cierto modo frente a las otras grandes composiciones citadas:
es también un compendio de todo el saber y la tradición musical hasta entonces,
siendo en este aspecto una creación más ecléctica y sintética, al incorporar y
fundir elementos contemporáneos y otros algo arcaicos. Al tiempo que también
anticipa algunos procedimientos futuros.
La magna obra posee no sólo una armazón arquitectónica de solidez y
sentido unitario impresionantes, sino además una sorprendente simetría en cada
una de sus partes, extrayendo un gran partido de la alternancia y el contraste
entre números corales y solísticos (arias o dúos, que suelen contar con
acompañamientos instrumentales obligados: violín, flauta, trompa, oboe y oboe d’amore).
Pero lo más decisivo no son, con todo, los aspectos formales, sino la
inspiración y la hondura expresiva que Bach consigue en sus páginas.
Aunque a veces se ha supuesto que la Misa en Si menor pudo
ser interpretada en su totalidad el año 1749, un año antes de la muerte de
Bach, lo más probable es que el compositor jamás tuviera la dicha de escuchar
íntegra su gigantesca creación. Desaparecido Bach, la historia de la
supervivencia de su Gran Misa es larga y accidentada: el manuscrito lo
heredó su hijo Carl Philipp Emanuel quien, con mucha probabilidad, no fue
consciente de la magnitud artística de la obra. Lo más positivo que hizo por
ella fue dirigir su Credo en Hamburgo el año 1784.
A finales del siglo XVIII circulaban por Viena algunas copias
autógrafas de la partitura, a una de las cuales tuvo acceso, al parecer, Joseph
Haydn. En 1818 el crítico y editor de Zúrich Hans-Georg Nägeli divulgó una nota
buscando suscriptores que costeasen la edición de la Misa en Si menor de
Bach, a la que calificaba como “la más grande obra musical de todos los tiempos
y naciones”. En 1824 Beethoven se puso en contacto con Nägeli en un intento
–vano, casi con seguridad– de conseguir la partitura. Hasta 1833 no fue
impresa, y hasta 1835 no fue interpretada en su totalidad: el estreno tuvo
lugar en la Academia de Canto de Berlín, el 12 de febrero. La indiferencia y el
desdén de sus contemporáneos se han trocado desde comienzos del siglo XX en la
mayor admiración. Si Pablo Casals veía en La Pasión según San Mateo la
cima de la música universal, con no menos razón quizá Otto Klemperer opinaba lo
mismo de la Gran Misa en Si menor.