Tras rodarlas durante los veranos de 2010 y 2011, finalmente Barenboim ha grabado su segundo ciclo de las 9 Sinfonías de Beethoven. Ha sido para el sello Decca, en la Philharmonie de Colonia (de maravillosa acústica), en público, entre los días 23 y 28 de agosto de 2011.
El “sonido Beethoven” del Diván
En esta ocasión ha podido hacerlo, con todas las garantías, al frente de la West-Eastern Divan Orchestra, que –digámoslo sin más dilaciones– ha alcanzado un nivel técnico y artístico (o más exactamente, técnico-artístico) absolutamente asombroso. El Beethoven excelso llama menos la atención, claro está, en Barenboim que en esta orquesta, de jóvenes palestinos, israelíes y andaluces, que ha estado muy por encima de todo lo previsible, y ello a pesar de que ya lleva algunos años en la cresta de la ola (y muchos sin enterarse, o sin querer enterarse). No exagero si digo que, hoy, no conozco un “sonido Beethoven” más admirable que el suyo. Ese sonido, para mí ideal, que batutas importantes no logran obtener (o que, en algunos casos, no buscan) de orquestas no menos importantes.
Barenboim, que tiene muy claro cuál es su modelo de sonoridad beethoveniano (tanto al piano como dirigiendo), ha modelado esta orquesta –el proyecto más importante de su vida, afirma siempre– completamente a su gusto, logrando un conjunto que suena tan alemán y tan beethoveniano como su desde años admirable Staatskapelle de Berlín.
Pero no es sólo eso: este conjunto ha hecho gala, por activa y por pasiva, de una plasticidad y maleabilidad sorprendentes. La cuerda es una pura maravilla, por su flexibilidad, igualdad, precisión articulatoria y extraordinaria riqueza, plenitud y redondez sonora. ¡Lo de los contrabajos es de no dar crédito! (scherzo de la Quinta, introducción del 4º mov. de la Novena). Y cuenta con solistas como el violinista Michael Barenboim (el concertino, hijo de Daniel, y responsable de espléndidos solos en el Adagio de la Décima de Mahler, por ej.) o el cellista Kyril Zlotnikov (miembro también del Jerusalem Quartet).
Pero no menos extraordinario, por no decir superior aún, es el grupo de las maderas, con un oboísta –el granadino Ramón Ortega–, un flautista –cuyo nombre no recuerdo– o una clarinetista verdaderamente sensacionales, dignos de pertenecer a cualquiera de las mejores orquestas del mundo. Y no muy por debajo se sitúan los metales, con al menos un trompetista fantástico (solo de la Leonora III), tres trompas extraordinarios –los cuatro con una fabulosa sonoridad broncínea, plena, rotunda, que Barenboim ha destacado siempre y empastado de fábula–. Y no se quedan atrás los tres timbalistas, a cuál más meticuloso.
Me resulta difícil medir a este conjunto orquestal con otros bien conocidos, pero tengo claras dos cosas: en Beethoven tiene pocos rivales, y posee además una cualidad fundamental en la que aventaja a casi todos: el entusiasmo de sus componentes, la camaradería entre ellos (superando precisamente sus diferencias políticas, nacionales, etc.: ¡cómo se abrazan y besan al terminar los conciertos!), la entrega absoluta y convencida a la concepción que de las composiciones tiene su director.
El pianista metido a director
No está de más recordar una vez más el pavoroso ridículo en el que han caído quienes han estado sosteniendo durante décadas que Barenboim era “un pianista metido a director”; luego se vieron obligados a matizar (“bueno, de orquestas tan buenas como la Filarmónica de Berlín o la Sinfónica de Chicago sabe sacar buen rendimiento”...); más tarde tuvieron que admitir, más o menos a regañadientes, que la Staatskapelle de Berlín había subido con él como la espuma... Ahora, ¿qué dirán al ver cómo ha modelado, partiendo de cero, esta orquesta? Bueno, algunos se obstinan en negar la evidencia.
El ciclo de 1999 y el de 2011
En su primer ciclo sinfónico beethoveniano (Staatskapelle Berlin, grabado en 1999 y publicado al año siguiente por Teldec/Warner), Barenboim alcanzó para mí la estratosfera en las seis primeras sinfonías, y resultó parcialmente fallido o discutible en las tres últimas (me gustan más la Séptima con la Filarmónica de Berlín tras la caída del Muro, la Octava con la misma orquesta en la Staatsoper de Berlín, ambas en DVD, y la Novena de Erato, CD con la Staatskapelle, 1994).
Ahora, en este nuevo ciclo, no se han producido tales altibajos, sino que el nivel medio ha sido más sostenidamente alto, aunque yo situaría en el punto más bajo –muy alto, en todo caso– la Segunda, debido a un “Larghetto” no lo suficientemente meditativo, y, en el más alto, la “Heroica”, que ha sido –lo afirmo sin duadar un instante– la más genial que he escuchado, en disco o en concierto, hasta la fecha.
En todo caso, hay algo muy claro: las Sinfonías de Beethoven, como todas las obras geniales, no se pueden agotar en una única interpretación, con lo cual es impropio afirmar que ésta o aquélla es la ideal; puede que sea la que más le guste a uno, pero estas obras pueden y deben hacerse de maneras diferentes, y en algunas esto es clarísimo, sobre todo –yo diría– en la Quinta: es imposible, por poner un ejemplo, quedarse con la versión en estudio de Furtwängler (EMI, Filarmónica de Viena) o con la de 1943 en público con la Filarmónica de Berlín del mismo director: dos versiones realmente opuestas y que sólo comparten la genialidad.
Barenboim, que se las sabe todas en Beethoven, y cada vez más (y que, por fortuna, es desde hace tiempo el músico con más discos de este compositor en su haber), ha derrochado sabiduría y creatividad (no fáciles de congujar) y ha seguido innovando en este ciclo, y quizá lo ha aprovechado para hacer propuestas bastante diferentes a las anteriores aquí y allá. A mí, personalmente, esta Primera, esta Cuarta, esta Quinta y esta “Pastoral”, apreciablemete distintas, me han gustado más o menos tanto como las de 1999; la Segunda me ha gustado menos, y las restantes me han gustado claramente más que las de aquel último año del segundo milenio.
Sólo apuntaré algunos rasgos: la Primera ha sido algo menos haydniana y por el contrario más madura y humanista; la Quinta ha sido más tensa y dramática aún; la Sexta no se ha limitado tanto a la contemplación (en la línea de Klemperer, Böhm, Giulini o incluso de él mismo en 1999), sino que por momentos ha respirado esa tremenda plenitud de felicidad, esa sensación casi física, sensual, de los pulmones llenos de aire puro.
La Séptima, con un fuego, un entusiasmo frenético en su finale; la Octava, nada haydniana, sino muy robusta y de una enorme energía, y la Novena, con algún momento un pelín desatendido en el primer mov., ha sido formidable en el scherzo, de nuevo con un Adagio antisentimental (apenas vibrato, nada de esa plenitud sonora y ese vibrato brahmsianos en las cuerdas) pero enormemente emocionante, y más aún el finale, con una introducción orquestal absolutamente antológica, al nivel de toda la “Heroica”.
El Coro de la Catedral de Colonia, que no empezó del todo bien, pronto se sintió seguro y alcanzó cotas muy altas de entrega y belleza sonora. Y el cuarteto solista, con dos cambios sobre el anunciado (Anna Samuil en vez de Anja Harteros y Wolfgang Koch en vez de René Pape) estuvo muy bien conjuntado, y ninguno de sus componentes defraudó (¡no es poco decir!), pero es de justicia destacar a un Peter Seiffert valiente y pletórico.
Habrá que volver a escucharlo con calma cuando se publiquen los discos (anunciados para mayo de 2012), pero creo que podría ser el ciclo discográfico más redondo de los últimos cincuenta años.