Las Variaciones Haydn de Brahms que abrieron el excesivamente largo programa fueron pretenciosamente lentas (¡más de veinte minutos!), solemnes y ampulosas, y también blandas, lánguidas y dulzonas desde la enunciación misma del tema. Una lástima, porque el lenguaje y el sonido eran brahmsianos, pero el discurso fue forzado, poco natural.
Soy un gran admirador de la Grimaud, pero ayer hizo lo peor que le he escuchado hasta la fecha (muy por debajo de su grabación con Vladimir Yurowski y la Staatskapelle de Dresde, D.G.). De entrada debe quedar claro que posee un mecanismo formidable: es capaz de darlas todas (o casi: también tuvo algún fallo) y de tocar a gran velocidad conservando la claridad. Pero ayer el Concierto “Emperador” le sonó poco beethoveniano, ya por el sonido (es curioso: sí posee un magnífico sonido brahmsiano) y también porque optó casi todo el tiempo por aligerar la pulsación, una huida hacia lo fácil. En las frases cantabile del primer mov. y de casi todo el segundo se deleitó con gran belleza... pero aquello sonaba mucho más a Schumann que a Beethoven. Y no reprimió en absoluto su tendencia a correr, dando una lección de... escribir a máquina, y resolviendo mal las transiciones. Tentación, la del virtuosismo por sí mismo, frecuente en este Concierto, pero inadmisible. El tercer mov. lo abordó con levedad (¡cuando es una explosión de fuerza y fuego!) y a una velocidad insensata. Con la respuesta orquestal, Thielemann la frenó en seco. Pero ella continuó sin involucrarse, tocando con un sonido carente de fuerza. Por cierto, estuvo francamente bien dirigido, con sólo algún detalle aislado un tanto rebuscado.
La Séptima de Beethoven, con una orquesta muy voluminosa, estuvo bastante bien (es la que menos me ha disgustado en su reciente integral en DVD con la Filarmónica de Viena, C Major), salvo esos hallazgos algo forzados aquí y allá (pianos súbitos excesivos, cambios de tempo poco fluidos), y un solo, leve y pasajero atisbo de sentimentalismo en el “Allegretto”. Rápido y enérgico el scherzo, el finale habría logrado mayor efecto si hubiera mantenido el tempo con mayor firmeza y hubiese logrado una progresión en el desenfreno.
En la propina, la obertura de Egmont (que alargó la sesión hasta casi dos horas y media) volvió a evidenciar que, pese a conocer la tradición y poseer el sonido beethoveniano, le pierde un poco su empeño en ser original en ciertos detalles: tiene más ocurrencias que ideas. Creo que para ser de verdad grande tiene un pequeño problema: tengo la impresión de que se cree Furtwängler y Karajan al mismo tiempo. Pero, por el momento, queda lejos de aquél y no muy cerca de éste.
La Filarmónica de Múnich, espléndida por su sonoridad global, no está en tan buena forma como en la época del gran Celibidache (¡también me parece que se cree Celi en algún momento!): me irritó el dulcísimo, empalagoso o cantarín oboe (Marie-Luise Modersohn) y tampoco me gustaron demasiado la flauta y las trompas, algo toscas y destempladas. La cuerda es compacta y soberbia, y sensacional el timbalero (Sebastian Förschl).
Thielemann, de gestualidad poco atractiva, nada sugerente, es aún relativamente joven (nació en 1959) y debe madurar; tal vez le resulten una rémora para ello los ditirambos que suele recibir de algunos de sus incondicionales, los que esperaban con impaciencia al nuevo genio alemán de la batuta, alguien que –me temo– no termina de aparecer.
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