Temirkanov y la
Filarmónica de San Petersburgo en Ibermúsica
A las diez y media de anoche (¡qué horas: deberían erradicar
los conciertos a esas horas!) empezó el primero de los dos conciertos (al
segundo no voy a poder ir) de la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo
dirigida por su titular desde 1988, Yuri Temirkanov (n. 1938). Cuando el mítico
conjunto vino a Madrid por última vez con el no menos mítico Evgeny Mravinsky
me impresionó enormemente por su densa, poderosa, rica y flexible cuerda, que
me recordó a la de la Filarmónica de Berlín. Pero, en general, las maderas no
me parecieron de ese nivel, y los metales hasta me disgustaron por su acritud,
que empastaba dudosamente con el resto, mientras en particular las trompas
tenían un sonido ligeramente tremolante y como hueco que me molestaba:
características estas del viento que eran comunes a muchos conjuntos sinfónicos
rusos de la época soviética, y que afectaban incluso a la mejor orquesta del
país, sin duda la que Mravinsky dirigió con mano de hierro a lo largo de
cincuenta años, desde 1938 hasta su muerte en 1988.
Pero ahora el sonido de la orquesta se ha occidentalizado bastante, hasta el punto
de difuminarse casi por completo aquella peculiaridad de sus maderas y la
ingratitud de los metales, mientras la cuerda mantiene buena parte de sus
cualidades, quizá en un grado algo inferior. En cualquier caso, anoche me
pareció una centuria magnífica, tanto por su sonoridad como por su disciplina,
seguridad y exactitud. Por no hablar de su potencia y brillantez, que son
tremendas, sobre todo en manos de un director que no las frena, sino que más
bien las azuza.
La Rapsodia sobre un
tema de Paganini de Rachmaninov le fue encomendada a Andrei Korobeinikov,
un pianista joven (n. 1986), el típico virtuoso ruso que las da todas, que posee un mecanismo seguro y poderoso para hacer
frente sin apuros a la dificilísima escritura del solista. Pero que,
francamente, apenas hizo música, pues tocó con el piloto automático puesto, sin
flexibilizar frase alguna. También la batuta, muy analítica, con tempi bastante vivos, fue casi la de un
autómata, que se limitó a marcar el compás (como siempre, sin batuta). Con una
excepción: la maravillosa Variación XVIII sí fue tocada y dirigida recreándose,
deleitándose en su excelsa melodía. Lo cual nos recordó que podían ser músicos, no solo ejecutantes. Pero ay, el
encantamiento duró solo tres minutos.
Prefiero no hurgar demasiado en la herida, pero tampoco
quiero ocultar que para mí la Séptima
Sinfonía "Leningrado" de Shostakovich, lógicamente obra de
referencia para esta orquesta, es una composición (de casi 80 minutos, 85 en
manos de un Bernstein) bastante insoportable: hinchada, ultrarretórica, reiterativa
hasta la desesperación (¡la marcha del primer movimiento!), vacía de lo que
entiendo por música. Se me hacía muy cuesta arriba enfrentarme a ella, pero
reconozco que a ratos hasta me lo pasé bien escuchándola, tal era la barahunda
orquestal y la estruendosa lujuria sonora (¡sonando muy bien, la verdad!) que
nos ofrecieron orquesta y director, este apenas creativo, mucho más artesanal
que intérprete en toda su dimensión
(Bernstein lo intenta).
Sin duda fue el concierto más ruidoso que he escuchado en mi
vida, pues Temirkanov exigió todas las efes
posibles a sus huestes, que contaron con la friolera de ¡ocho trompas, seis
trompetas, seis trombones y la tuba!, además de la atronadora percusión (según
André Lischké, en la Guía de la música
sinfónica dirigida por François-René Tranchefort, la partitura prescribe cuatro
trompas, tres trompetas y tres trombones). A las doce y media de la noche
salíamos, yo (y me temo que más asistentes) con el tema de la dichosa marcha
martilleándonos inmisericorde la cabeza. Hasta me costó un rato conciliar el
sueño.
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