Un fracaso efímero
La
Traviata, décimonovena ópera de Verdi
(si contamos Jérusalem como una nueva frente a su antecesora, I
Lombardi) es la tercera de la llamada “Trilogia popolare” (le preceden Rigoletto,
1851, e Il Trovatore, 1853: ¡tres obras maestras en tres años!), que
consagra definitiva y absolutamente a su autor como uno de los grandes de la
historia del género.
En
efecto, tras los fuertes destellos de genio que asoman aquí y allá en Nabucco
(1842), en Ernani (1844) y sobre todo en Macbeth (1847) y Luisa
Miller (1849), esa trilogía muestra a Verdi en el apogeo de su genio
(aunque los tres títulos que la integran no estén del todo desprovistos de
alguna página banal), hasta el punto de que algunos musicólogos sostienen que
ni siquiera fueron superados por Verdi en sus grandes óperas de madurez,
técnicamente más acabadas y perfectas, pero de inspiración quizá no tan espontánea,
feliz y sobreabundante.
Lo
que hace de La Traviata –aparte de sus enormes e incesantes bellezas y
de su intensísima emoción– un caso muy especial es que la acción transcurre más
o menos en la época en que fue compuesta –algo revolucionario entonces–, años
aquellos en que la moralidad de la historia parecía más que dudosa,
difícilmente aceptable para las hipócritas pautas vigentes. Y ello a pesar de
que, aparentemente, la descarriada (esto es lo que, literalmente,
significa traviata, título que no se suele traducir en ningún idioma)
puede parecer que ha sido castigada por sus pecados con la enfermedad,
la desgracia de la separación y la muerte. Pero, más aún si cabe, La
Traviata es un caso muy particular debido al hecho de contener elementos
autobiográficos: algo muy raro no sólo entonces, sino en cualquier época.
Verdi
sabía de sobra que la censura le impediría subir su nueva ópera a cualquier
escenario de Italia que no fuese en Venecia. Pese a que el compositor no estaba
precisamente entusiasmado con la idea de que Violetta fuese encarnada por Fanny
Salvini-Donatelli, la candidata del Teatro La Fenice de la ciudad de los
canales –Verdi había exigido, sin mucho éxito, “una donna di prima forza”–,
hubo de consentir en que se estrenase allí. Fue el 6 de marzo de 1853 (sólo mes
y medio después que, en Roma, Il Trovatore), y la fría acogida obtenida
por La Traviata se debió en buena parte a esos novedosos factores
(“Siento muchísimo comunicarte que tengo malas noticias, pero no puedo
ocultaros la verdad: La Traviata ha sido un fracaso. No me preguntes por
qué. Así son las cosas”, le escribía un desagradablemente sorprendido Verdi al
editor Ricordi).
En
realidad, según parece, el fracaso no fue estrepitoso; lo que ocurrió es que
buena parte del público se mofó de la gordura de la protagonista, la
Salvini-Donatelli, y de algún detalle como el hecho de que el doctor Grenvil
tomase el pulso a la enferma en el escenario (!), reacción que hoy nos
resultaría incomprensible. De hecho, la mayor parte de las reseñas de prensa se
mostraron respetuosas, e incluso Cesare Vigna escribió una crítica entusiasta.
En todo caso, Verdi se negó en redondo a que la ópera fuese repuesta, pese a
que tanto Génova como Nápoles la habían solicitado. Está claro que el público
asistente no estaba preparado para ver sobre el escenario a personajes con los que
podía toparse en la vida real, ni sobre todo estaba por la labor de aceptar que
una prostituta (aunque fuese, como Violetta, de lujo) pudiera ser toda
una heroína, una mujer valiente que ama con todas sus fuerzas y que hace el
enorme, inimaginable sacrificio de renunciar a su amado por el qué dirán.
La dama de las camelias
O
sea, que en Venecia se reprodujo la hostilidad con la que cinco años antes, en
1847, fue acogida la novela en la que se basaba, La dame aux camélias de
Alexandre Dumas hijo (1824-1895), dos años después transformada en pieza
teatral, pero cuyo estreno –a pesar de las influencias de Dumas padre– se
demoraría hasta 1852. Por problemas, cómo no, con la censura. No hay que
olvidar que Alexandre Dumas padre era mestizo (su madre era una negra
haitiana), y la madre de Alexandre hijo era una costurera. No sólo en esta
obra, sino en buena parte de su producción, Dumas hijo había fustigado los
prejuicios y la hipocresía de la sociedad de su tiempo.
El
personaje de Marguerite Gautier (el equivalente de la Violetta de Verdi y su
libretista Francesco Maria Piave) estaba inspirado en una mujer de carne y
hueso, Marie (Alphonsine) Duplessis, a la que Dumas hijo había conocido en
París el verano de 1842. “Era alta, muy delgada, de cabellos oscuros y una tez
blanca y rosada. Su cabeza era pequeña, sus ojos largos y oblicuos, como los de
las japonesas, pero muy vivos. Sus labios tenían el color de las cerezas y
exhibía los dientes más hermosos del mundo”: así la describió el propio Dumas,
y el escritor Téophile Gautier lo confirmó.
Ambos
tenían dieciocho años, pero Dumas no se le declaró hasta dos años después. La
generosidad del joven, que se mostró muy preocupado por su salud, conmovió a
Alphonsine, que lo aceptó de inmediato como amante. La relación amorosa que
mantuvieron fue muy intensa, pero Alexandre no podía costear los caros gustos
de Marie y hubo de compartirla con otros amantes, lo que le provocaba unos
celos terribles. Se escaparon juntos a una villa de Dumas padre en
Saint-Germain, pero ella volvió pronto a París. Alexandre le escribió una carta
el 30 de agosto de 1845 en la que lamentaba no ser lo bastante rico para
mantenerla; la relación terminó para siempre. Por cierto que la Duplessis tuvo
a continuación un affaire –uno más– con Franz Liszt, antes de casarse en
1846 en Londres con el Vizconde Édouard de Pérregaux. Un año más tarde moría en
París de tuberculosis. Téophile Gautier describió en estos términos el final de
su agonía: “se levantó como en un intento de escapar, lanzó tres gemidos y se
desvaneció para siempre”.
Aunque
expertos en literatura afirman que La dama de las camelias es superior
en su redacción original como novela y que no es una pieza de tanto calado
artístico como su proyección popular (fue un auténtico best-seller en su
tiempo), lo cierto es que La Traviata es una de las primeras óperas de
compositores italianos del XIX basadas en una obra literaria de altura, y Verdi
siempre procuró ser muy respetuoso con los escritores importantes (“hay que
mantenerse fiel a Byron, a Shakespeare, a Hugo...”, le escribía a Piave).
El
2 de febrero de 1852 se estrenaba por fin, en el Théâtre du Vaudeville de
París, La dame aux camélias, con la actriz Eugénie Doche en el papel
protagonista. El éxito alcanzado desde la primera representación fue mayúsculo.
Verdi y Giuseppina, que frecuentaban las salas de teatro de la capital
francesa, fueron a ver una de esas funciones (también con la Doche como
Marguerite Gautier y Charles Fechter como Armand Duval) y se emocionaron
vivamente con la historia. Según confesó el compositor, que ya conocía la
novela, de inmediato, mucho antes de contar con un libreto, comenzó
impulsivamente a esbozar música para su futura ópera.
Como parece un artículo cerrado sobre la ópera me extraña que no comente la correlación de la trama de la misma con la vida privada del compositor. Yo que viví la época de Franco sé perfectamente lo que pasaba con estos asuntos. Había que ser muy fuerte, o muy rico, para superarlos. Proust trata, 50 años después, muy delicadamente ese asunto en su obra con los amores y marginación social de Swann. Parece que nada había cambiado.
ResponderEliminarMe imagino que la generación actual percibirá a duras penas esa situación.
No hubo comentarios pero le agradezco la serie sobre Paganini del que sólo son conocidos sus conciertos y no todos. Yo personalmente gusto del 4, un poco dilatado el 1 tiempo, y especialmente el rondó final. Es curioso, lo escuché al padre de un amigo cuando tendría unos 10 años. Piero Bellugi. Lo escribo por lo significativo que puede ser para un niño escuchar esa música, la clásica, sin prejuicios y presiones "adolescentes".
No, el artículo no está cerrado, sino que continuará, y por supuesto que hablaré de la relación con la vida privada de Verdi. Sí, Primero, Segundo y Cuarto son los Conciertos de Paganini que más me gustan.
EliminarEra yo. En la web uno pone el comentario sin poner la identificación en cuanto se descuida.
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